Transitaba el martes por la acera oriental de la carrera 11 en Bogotá, frente al centro comercial Andino, cuando me sorprendió el descenso de muchos guardaespaldas de una caravana de 4x4. Como no tengo tiempo de ver televisión y mi teléfono es una flecha prehistórica, supuse que el hombre joven que descendía con tal parafernalia de una de las camionetas blindadas era un titán empresarial. Para salir de dudas le pregunté a un amigo que me acompañaba, ¿quién es ese señor? A lo que me contestó que era el hijo de un reciente expresidente.
¿Por qué la tecnología del poder en Colombia es tan primitiva y bárbara? ¿Por qué la casta política y sus delfines alardean, con vulgar ostentación, de privilegios y de fuerza bruta? ¿Qué lleva a esa casta hereditaria a exhibir un despilfarro de advenedizos que avergonzaría a personas mucho más ricas y poderosas, pero que viven en sociedades más democráticas?
La casta hereditaria se acostumbró a abusar de su poder y privilegios como una manera de avasallar al resto de la sociedad. Imagino cuánto disfrutaría un etólogo comparando el comportamiento de ese grupo con los más grandes y agresivos simios. No en vano, el político más sarcástico del siglo XX, Darío Echandía, habló del orangután con sacoleva, que podríamos traducir con un meme contemporáneo como el orangután con carro blindado y guardaespaldas. Así como los simios más grandes intimidan a sus inferiores, así también lo hacen los orangutanes criollos que no se han dado por enterados de cuánto cambió Colombia en las últimas décadas y cuánto más estudiada y sofisticada es la sociedad, comparada con quienes tienen poder y abusan de él.
No es sino ver el comportamiento de los expresidentes que nos agobian con su senil obsesión de aferrarse al poder. Hubo un psicoanalista vienés, Alfred Adler, quien consideró que la tendencia instintiva hacia el poder era una manera de superar un complejo de inferioridad oculto tras unas ínfulas de grandeza. Un ejemplo de esa inferioridad que se manifiesta públicamente como complejo de superioridad ante sus compatriotas, lo vio el presidente Carter después de una visita de López Michelsen a Washington: “Jimmy Carter anotó en su diario: “Me reuní con el presidente López Michelsen. Es trabajoso formarse una idea de él. Pienso que probablemente es débil, algo inseguro, un poco autocrático. Su principal problema es la corrupción en su gobierno debido a los narcóticos. Es muy difícil para él deshacerse [del problema] cuando algunos altos funcionarios del gobierno están involucrados y la policía está comprada” (En: Eduardo Sáenz Rovner, Estudio de caso de la diplomacia antinarcóticos entre Colombia y los Estados Unidos (gobierno de Alfonso López Michelsen, 1974-1978), julio, 2012). El alcalde de Miami en aquel entonces, Maurice Ferre, era de opinión similar: “los [políticos] colombianos [tienen] “un complejo de superioridad-inferioridad” y en el Palacio presidencial en Bogotá se decía que querían “un embajador rubio, con pecas y ojos azules”.
Una de las mejores radiografías del poder absoluto en el Caribe la dio Vargas Llosa en su cautivadora novela La fiesta del chivo, en la que se retrata a ese atroz depredador que fue el dictador Rafael Leonidas Trujillo, quien no dejaba campo de la vida dominicana del que no quisiera aprovecharse. Nuestros expresidentes, en su insaciable y pecaminosa gula de poder, parecen una mezcla del Chivo Trujillo y de Zacarías, el anciano dictador de El otoño del patriarca. Qué degradante espectáculo ver a un expresidente gritar enloquecido y de manera zafia contra toda aquel que osa cuestionar el que haya convertido al partido liberal en un anacrónico feudo personal. O ver a otro, dos veces expresidente, actuar como poseso en contra de cualquier iniciativa que pretenda esclarecer quienes fueron, además de los cabecillas guerrilleros y paramilitares, los responsables intelectuales de los hechos más siniestros de la guerra colombiana.
¿Qué se creen los mandamases de la política colombiana para asumir que como sociedad tenemos que seguir aceptando sus desmanes?
De nuevo, después de muchas décadas, la palabra carestía resuena de manera cada vez más frecuente en las conversaciones de las clases popular y media. La gente naufraga en medio de la escasez de recursos, empleos precarios, si es que los hay, endeudada, agobiada por el gota a gota en los barrios populares, teniendo que cerrar sus empresas porque la pandemia les destruyó sus mercados y agotó sus recursos, angustiada por un futuro incierto para sí y para los suyos. Y mientras, la casta política se niega a ver la gigantesca zozobra que corroe a Colombia. ¿Cuánto más cargaremos con la soberbia y el despilfarrador tren de vida de los expresidentes y su parentela?