Unos cuantos gatos hemos señalado que la prolongación del aislamiento preventivo, impuesto exclusivamente a los mayores de 70 años, viola el derecho fundamental a la libertad. Así es por una razón poderosa y elemental: ser libres significa la posibilidad de construir los planes de vida que nos parezcan, derecho que se resume en el derecho al libre desarrollo de la personalidad, el cual se desenvuelve de diferentes maneras: la prohibición de la esclavitud, la libertad de conciencia, la de profesar la religión que nos plazca o ninguna, la de expresarnos como nos venga en gana y de recibir la información que queramos, entre otras dimensiones del mismo derecho. Conviene además, por su absoluta pertinencia, mencionar el derecho de circular libremente por el territorio nacional, salir y a él regresar. Alguien dirá que si la queja que expongo es acertada, lo mismo habría que decir de los encierros colectivos que hemos vivido durante estos meses. No es así. Como los derechos a la autonomía personal encuentran un muro infranqueable en los derechos de los demás, y el encierro generalizado y temporal es una estrategia adecuada para combatir la epidemia, la limitación colectiva de las libertades tiene plena justificación. Lo cual no significa que la manera en que ha sido adoptada sea jurídicamente idónea. De la Carta se desprende, al igual que de los tratados internacionales sobre derechos humanos de los que somos parte, que las restricciones al régimen de libertades requieren norma de jerarquía legal. O sea, en este país, ley del congreso o decreto de emergencia económica. Otro es el instrumento que se ha utilizado: una mera resolución ministerial, como si asunto de tal trascendencia pudiera equipararse a la definición de las horas de atención al público en el correspondiente despacho. Habrá que ver qué dicen los jueces al resolver las tutelas que ya se encuentran en curso. La doctora Zulma Cucunubá, una de nuestras más ilustres expertas en epidemiología, ha dicho que le “parece injusto que los mayores de 70 años deban quedarse en casa más que el resto de las edades”. Otras, para ella, son las soluciones: menor transmisión en todos los estratos poblacionales, lo cual se logra, como lo tiene claro el Gobierno, y está tratando de ejecutarlo hasta donde puede, mediante más pruebas, rastreo y aislamiento de los portadores del virus, y mejor capacidad de respuesta hospitalaria. Los problemas para avanzar con mayor celeridad no son financieros sino logísticos: la oferta de esos elementos excede con creces la demanda mundial. Otros países han afrontado con éxito la discriminación contra los ancianos. En Alemania la canciller Ángela Merkel, una indiscutible líder mundial, clausuró el debate con una tajante declaración: encerrar a los ancianos, cuando los integrantes de los demás grupos de edad gozan de libertad, es contrario a la ética. En Francia y Argentina, para no ser prolijo, derrotaron la medida gracias a la radical protesta de sus intelectuales. Lo que aquí sucede es lamentable. Algunos me han señalado que la protesta no tiene sentido: que nos aíslan por nuestro bien. Para no ser duro con personas que aprecio, digo aquí lo que en privado callo: a veces los esclavos aman las cadenas. Me asombra, de otro lado, el silencio de los partidos políticos de origen liberal, incluido el que así se llama. Han olvidado las batallas que los liberales dieron en los dos siglos precedentes contra la esclavitud; en defensa de la libertad religiosa, enfrentado un adversario tan poderoso como la Iglesia católica; en pro de la eliminación de cualquier forma de censura contra la prensa y de un derecho penal basado en la protección de la sociedad y la rehabilitación de los delincuentes. ¡Qué falta hacen los López, Lleras, Barco y Galán de otras épocas, los Gerardos Molina y los Baldomeros Sanín! Es posible entender que los ímpetus ideológicos se hayan esfumado, pero no el sentido del mercadeo: los ancianos somos muchos y usualmente votamos en las elecciones. Nuestra causa les debería interesar. ¡A los rojos, a los verdes, a los de cualquier color! La justificación del agravio contra las libertades de los ancianos, basada en el argumento paternalista según el cual el Estado debe velar por nosotros porque muchos carecemos de la capacidad de hacerlo, puede ser falsa, o, al menos, insuficiente. Parece que se nos mantiene encerrados para restringir la oferta de camas hospitalarias, -cuya demanda está creciendo mientras nos acercamos a la cima de la pandemia- para quienes se encuentran en edad productiva. O sea que la política en curso no buscaría proteger a los viejos sino a los jóvenes cuyo número es mayor, tienen mejores probabilidades de sobrevivir y un horizonte productivo más largo. Esto significa que, de manera consciente o no, se sigue la filosofía utilitarista que en el siglo XVIII desarrolló Jeremy Bentham: la mejor acción es la que produce el mayor bienestar y felicidad para el mayor número. Sin embargo, es evidente que así proceder es profundamente discriminatorio y lesivo de la dignidad humana. Los viejos no valemos menos. Valemos igual. El asunto que aquí se plantea merece preguntas en el Congreso, un gran debate intelectual en los medios y mejores explicaciones del Gobierno. Las palabras de ternura no bastan. Por último, les pido que no entiendan esta defensa de la libertad como un llamado a la imprudencia. La epidemia avanza con mortífera eficiencia. Todos debemos cuidarnos, en especial los ancianos. Briznas poéticas. Ana Blandiana, gran poetisa rumana: “Miro la clepsidra / En la que la arena / Quedó suspendida / Y se negó a caer. / Es como en un sueño: / Nada se mueve. / Miro el espejo: / Nada cambia. / El sueño de un alto / En el camino hacia la muerte / Se asemeja a la muerte”