Tenía que morir asesinado un estadounidense, el agente de la DEA James Terry Watson, para que las autoridades colombianas se dieran cuenta -¡por fin!- del grave riesgo que representa tomar un taxi en Bogotá. Antes se advertía, sobre todo, sobre aquellos que se paraban desprevenidamente por la calle y la recomendación suele ser pedirlos por teléfono para “garantizar su legalidad” y evitar problemas. El hecho de que, como quedó evidenciado en el asesinato de Watson, incluso haya taxis legales involucrados en delitos, hace inevitable preguntarse cuán exacto es decir que la ciudadanía no corre ningún riesgo al abordarlos.Las múltiples denuncias de la ciudadanía sobre paseos millonarios y otras experiencias escabrosas, incluso el hecho de “descubrir” en hechos recientes –o, mejor, de confirmar- que algunos taxistas andan fuertemente armados, requisan pasajeros y montan retenes en los que sustituyen a las propias autoridades, parecían haber sido insuficientes. Las autoridades parecen haber elegido hacer la vista gorda y subestimar la gravedad de la situación, de otro modo no se explica la evidente impunidad con la que han actuado y siguen actuando desde hace muchísimo tiempo tantos delincuentes motorizados que fungen como taxistas y que cometen todo tipo de abusos, confiados en que el ciudadano común no se queja porque no confía en las autoridades o éstas son ineficientes, por lo que su vulnerabilidad e indefensión son absolutas.La desgraciada suerte que corrió Watson ha logrado lo que no lograron múltiples casos de colombianos asesinados o agredidos por algunas personas que trabajan como taxistas: llamar la atención sobre una situación que es evidentemente grave y que no data de hace poco. Ya que se ha resuelto con inusual celeridad y eficacia, evidentemente, por ser la víctima un agente de la DEA –ya quisiéramos los colombianos de a pie que en los casos que nos afectan la justicia fuera tan expedita-, su caso debería ser la gota que colme el vaso y servir para que las autoridades acepten de una vez por todas que el gremio parece haber escapado totalmente de su control y para que tomen medidas serias y consistentes que vayan más allá de la emoción del momento o del afán de parecer eficaces y mostrar resultados porque tienen a organismos extranjeros respirándoles en la nuca y ejerciendo presión sobre ellas.Tanto la Policía como las autoridades civiles y judiciales tienen que entender que los taxistas delincuentes y atracadores no son únicamente los que hacen paseos millonarios: los hay que alteran los taxímetros, no portan, alteran o reemplazan por unas tablas ilegales y arbitrarias las tablas oficiales de cobro por unidades, se inventan recargos inexistentes y hacen cobros abusivos.Eso también debería ser considerado como delito y ser duramente sancionado. Las autoridades tienen que saber, si es que no se han enterado todavía, que la situación es tan grave y está tan fuera de control que hay casos en que hacerle un reclamo a un taxista es arriesgarse a ser agredido de múltiples maneras, tanto verbal, como físicamente.Los casos abundan, pregúntenle a los ciudadanos.En declaraciones concedidas la noche del miércoles al noticiero CM&, el vocero de los taxistas y gerente de Taxsatélite, Luis Eduardo León, aseguró que “sólo el 1% de la delincuencia ha logrado incrustarse en el gremio (sic)”. Según estimaciones de la Universidad de los Andes, en Bogotá hay cerca de 53.000 taxis, por lo que la cifra dada por León, lejos de ser tranquilizadora y parecer poco, es preocupante. Equivale a decir que, como mínimo, 530 taxis son operados por delincuentes.En la misma emisión de noticias, el comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, general Luis Eduardo Martínez, habló con vehemencia y llamó la atención sobre la necesidad de que el propio gremio de taxistas tome medidas para evitar la infiltración de delincuentes. Esto debería extenderse a los desmanes en general, pero quien esto escribe ha constatado por experiencia propia que los mecanismos de Control Interno de las empresas de taxis no parecen ser muy eficaces: Hace más de un mes presenté una queja telefónica ante la empresa Taxis Libres S.A. por el cobro de un recargo injustificado del que fui víctima por uno de sus empleados -aunque no es el único que me han hecho, especialmente cuando tomo un taxi con un extranjero, factor que incrementa el valor de la carrera como por arte de magia- y, tras varias llamadas de seguimiento al caso, no ha habido respuesta alguna. El argumento recurrente del funcionario encargado es que el taxista en cuestión no tiene radio (me pregunto, entonces, cómo le asignan los pedidos) y no se ha presentado en la oficina, pero que sobre él pesa una “restricción administrativa”, o algo similar,  lo que quiere decir que, en teoría, no puede hacer trámites de trabajo hasta tanto no se resuelva la queja. Por lo visto, en más de un mes no ha necesitado en lo más mínimo dirigirse a la oficina y tampoco se han comunicado voluntariamente con él para que responda.En la Línea 195 de Atención al Ciudadano de la Alcaldía Mayor de Bogotá fui informada de que ni la Secretaría de Movilidad ni la de Tránsito reciben ni tramitan quejas por abusos cometidos por algunas personas que trabajan como taxistas. La conclusión no puede ser otra: que la vulnerabilidad e indefensión de la ciudadanía ante los desmanes de estos individuos es absoluta. Es de sospechar que ellos lo sepan y por eso no sientan el más mínimo temor a una sanción, pues no parece haber nadie que los controle o les imponga verdadera autoridad, empezando por las propias empresas para las que trabajan.Que tomar un taxi en Bogotá es, por donde se le mire, una verdadera lotería, es un secreto a voces. No conozco prácticamente a nadie a quien no haya oído quejarse alguna vez. Es casi una suerte que una carrera de taxi se lleve a cabo sin contratiempos y dar con un taxista que haga su trabajo bien, con honestidad y respeto, que también los hay. Las quejas van desde las más “simples” –que no llevan a nadie si la ruta o el destino no sirve a sus propios intereses o dejan a la gente tirada por el camino-, a las más graves, como paseos millonarios en distintas modalidades, pasando por falta de consideración y de modales en general, especialmente con personas mayores o con movilidad reducida, y cobros abusivos. Todo esto sucede en un transporte que se supone de servicio público.La situación es de tal magnitud, que los propios ciudadanos han emprendido iniciativas como la web www.denunciealtaxista.com que, aunque no es vinculante ni tiene la capacidad de hacer que se sancione a delincuentes e infractores, sí ha servido para que las personas que toman un taxi denuncien y colaboren mutuamente en reconocer a quienes muestran un trato abusivo con los usuarios y les aconsejan para no que no sean víctimas de atropellos. Personalmente, he tomado mis propias medidas, como aprender a multiplicar rápidamente por 70 (valor en pesos de cada unidad) y memorizar el costo de recargos como el pedido telefónico, el recargo nocturno, etcétera, para hacer yo misma las cuentas. Lamentable que haya que llegar a eso.En Colombia y su capital hechos tan anormales como el maltrato y la violencia en todas sus formas se han normalizado por fuerza de una triste y preocupante costumbre, por la inmovilidad y el letargo social. La inoperancia de las autoridades, el silencio de los afectados y su desconfianza en la eficiencia y eficacia de la justicia y las instituciones, que les lleva a no denunciar o quejarse oficialmente, han servido de acicate. Esta sociedad debería estar menos acostumbrada al miedo y temer menos a la sanción social y judicial de quienes alteran el orden. La pérdida inútil de tantas vidas debería ser más que una voz de alarma. La muerte de Watson, si alguna lección ha de dejar, es que es necesario que se tomen medidas destinadas a impedir que los delincuentes, sea cual sea el gremio en el que se infiltren o el disfraz que luzcan, actúen en la más absoluta impunidad. También sería deseable que la justicia sea eficaz e igualmente garantizada a todos, independientemente de su condición social, y que sea impartida con el mismo rigor a quienes la infringen. La paz también es seguridad, es igualdad y eficacia en el acceso e impartición de justicia. La paz es poder dejar de sentir miedo y desconfianza en los otros, caminar tranquilamente por la calle, y poder confiar en que la ciudad y el país son espacios habitables. Que un hecho tan simple -como debería ser tomar un taxi- genere angustia y miedo, y suponga un grave riesgo, debería llevarnos a pensar, si no lo hemos hecho aún, en qué tipo de sociedad vivimos.*Consultora y periodista especializada en temas de paz y asuntos sociales, políticos y humanitariosEn Twitter: @NubiaRojasblog