Esta decisión, relacionada con la licitación de los nuevos semáforos inteligentes, es observada por expertos del campo como ilógica, injusta y nociva pues carece de sustento técnico, jurídico y procesal, lesionando eventualmente los intereses de la ciudad y de los técnicos que aspiran al servicio público. En la ridícula jeringonza que pretende justificar la decisión, se señala que el secretario faltó “a título de dolo” al principio de planeación, lo que en castellano significa que, con plena intención, el secretario habría cometido errores en la fase de estructuración de la licitación. No lo acusan de corrupción, ni de malversación de recursos, ni de ilegalidades en la contratación, sino de errores en la fase de planeación que aparentemente tendrían algún interés personal de beneficio. Esta parece una nueva tesis a valorar por los expertos en derecho: me quiero equivocar para beneficiarme.   La supuesta falla de planeación que le achacan a quien ha estudiado más que nadie la movilidad de Bogotá (como colega me consta, así como el hecho de que decidió ingresar en lo público sin aspiración distinta que poner su conocimiento al servicio de la ciudad), tiene que ver con el uso que debería haberse dado a los controladores viejos de los semáforos que ya están siendo remplazados por unidades inteligentes. Según la Procuraduría, dicho uso debía garantizarse y ser explícito como parte del contrato de los nuevos semáforos, ignorando que en la Secretaría de Movilidad existen protocolos para este tipo de procesos y que al momento del fallo no se ha configurado ningún uso irregular de estos.  Recordemos por qué la ciudad necesita cambiar los mencionados controladores, y es justamente porque son antiguos y disfuncionales, porque muchos de ellos son obsoletos y porque el sistema actual es un desastre: nuestros semáforos se caen con cualquier lluvia y no interpretan el tráfico en tiempo real, lo que produce una descoordinación que a veces incluso empeora el trancón. Esto hace aún más exótica la interpretación del ente de control, la cual es equivalente a pretender que antes de construir un nuevo puente debamos primero garantizar el debido uso de la vieja carretera que se reemplaza, aun cuando se haya probado el beneficio-costo de la obra o demostrado con creces su retorno financiero.  Según la inédita tesis de Leandro Ramos, de formación sociólogo y procurador delegado del caso, era requisito a la renovación de los controladores viejos el haber resuelto el uso futuro durante su obsolescencia. Más disparatada aun parece la situación al revisar antecedentes de destituciones e inhabilidades por 10 años por parte de entes de control, que incluyen a personajes como el exgobernador Alejandro Lyons, responsable del desfalco a la salud en Córdoba e involucrado en el Cartel de la Toga, así como otros responsables del cartel de la hemofilia, del carrusel de la contratación en Bogotá y del desfalco de Interbolsa. Incluir a Juan Pablo Bocarejo en este grupo no puede describirse como nada distinto a un exabrupto con tintes de infamia. Lo peor es que todo lo anterior se da en el contexto de una necesidad sentida y plenamente documentada en lo referente a la modernización del sistema de semáforos de la ciudad. Durante más de una década, diferentes administraciones distritales realizaron sendos esfuerzos para generar el cambio que finalmente se logró bajo el liderazgo de Bocarejo, y es un secreto a voces entre quienes han trabajado en el sector que en el pasado triunfaron poderosos intereses oscuros detrás de la licitación, la cual siempre lograban tumbar. ¿Quiénes podrían verse, acaso, beneficiados de prolongar el obsoleto y oneroso sistema que funcionaba antes? Por fortuna, el procurador Fernando Carrillo está a tiempo de revisar con mayor detenimiento el caso de Juan Pablo Bocarejo en segunda instancia, con una asesoría técnica idónea que le permita entender mejor este tipo de procesos de ingeniería y tecnología, que no de sociología. El Estado no puede enviar el mensaje perverso de que los expertos que osan ingresar en lo público resultarán presos de galimatías jurídicos sin fundamento y de entes de control que sepultarán sin justificación una carrera y reputación construida por años. Me rehúso a creer que la institucionalidad que hemos creado para hacer frente al cáncer de la corrupción, termine siendo peor que la enfermedad en tanto saca corriendo por miedo a los mejores dejándole así el espacio “a los que saben jugar el juego”, es decir, a los peores.