Las demandas de tierra de la Minga, traducidas en compromisos gubernamentales por acuerdos suscritos con las movilizaciones realizadas desde el 2005, tienen todo que ver con los agravios que AMLO quisiera ver plasmados en una solicitud de perdón de la Corona española y de la Iglesia Católica por el genocidio y despojo de la Conquista. La frialdad de las respuestas oficiales al reconocimiento de los daños a las poblaciones originarias muestra a las claras que falta voluntad y entendimiento del significado de la conquista y la colonia con sus secuelas de reproducción de la exclusión y la pobreza. Después de ver diezmada su población a una mínima fracción de la existente en 1491, los indígenas, al lado de los esclavizados africanos, fueron sometidos a un sistema de castas que los ha excluido hasta el presente de la igualdad de trato que la república debería garantizar. Para citar un solo ejemplo, el historiador Jorge Orlando Melo explica que la desaparición de la población indígena de La Española llevó a la reina Isabel la Católica, a autorizar en 1517, sólo 25 años después del descubrimiento, la importación de esclavizados africanos. Al presidente Duque le parecieron exageradas las peticiones de tierras de los indígenas. “¿Tiene el Estado $4 billones para invertir en más tierra, cuando hay 300.000 hectáreas en cabeza del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) para un poco más de 220.000 personas, dos veces Bogotá en extensión territorial?” Pobre argumento cuando los indígenas han sido arrinconados en tierras de baja productividad y en gran medida no aptas para la producción agrícola. La Corona española se escudó en el cambio de época: "La llegada, hace 500 años, de los españoles a las actuales tierras mexicanas no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas,” y así, sin más, procede a “rechazar con toda firmeza” la carta de AMLO. ¡Qué falta de memoria! Y de humanidad. De verdad, ¿será mucho pedir una simple disculpa? Hoy todavía en ciertos círculos se utilizan los vocablos “indio” y “negro,” ambas condiciones honoríficas, como un insulto. Hay una verdadera negación de la manera como los hechos del pasado siguen dando forma a la discriminación por razones de raza y etnia a través de una estructura social y cultural que permanece prácticamente inmóvil y que es incompatible con la idea democrática. En los Estados Unidos, los estudiantes de la Universidad de Georgetown se rebelaron contra esa desmemoria y falta de reconocimiento de las responsabilidades históricas. La semana pasada votaron la creación de un fondo, a su propia costa, para reparar a los descendientes de los 272 negros esclavizados vendidos en 1838 para allegar fondos a la institución. Sin ir tan lejos, Álvaro Pío Valencia, tío abuelo de la senadora Paloma Valencia, quién ha propuesto dividir el Cauca en dos para proteger las tierras de los latifundistas de los reclamos indígenas, escrituró su herencia a una comunidad indígena caucana. Cuando Julio César Londoño le preguntó porque había regalado esas tierras, le contestó: “Yo no he regalado nada. Solo devolví lo que les robamos a sangre y fuego.” Ha llegado el momento de hacer la paz también con nuestro pasado más lejano. Hacer memoria, promover la etno-educación, abrir facultades para el estudio y la investigación de nuestros ancestros indígenas y africanos y construir una robusta política pública que elimine el racismo y la discriminación son apenas unas iniciativas en la dirección correcta. Y desde luego, pedir perdón, una y otra vez, para que las exigencias de tierra de los indígenas y afrodescendientes para mejorar sus condiciones de vida no sea tratada como una exageración sino como la simple retribución que es.