Por primera vez Bogotá tiene realmente un gobierno de izquierda que se propone transformar la ciudad. Gustavo Petro quiere darle un viraje de fondo a la ciudad y resolver problemas estructurales: la segregación social, la voracidad de los contratistas, la prevalencia del interés privado sobre el público, la depredación ambiental, el imperio de las mafias y la intolerancia. El alcalde tiene la razón en el diagnóstico, y sus ideas de gobierno son visionarias y ajustadas, como lo señaló La Silla Vacía, a una agenda de futuro. Por algo el Plan de Desarrollo fue aprobado por consenso y muchas de sus actuaciones han sido realmente exitosas: la prohibición del porte de armas, la recuperación del sistema de salud, la atención a los habitantes de El Bronx, el mínimo vital de agua, entre otras. No obstante, sus salidas en falso, especialmente la debacle de las basuras, han opacado esa gestión al punto de que hoy se percibe como un desastre. Toda persona que quiere hacer cambios revolucionarios se plantea en algún momento la disyuntiva sobre cómo hacerlos, ¿rápido y sin anestesia? o ¿paulatinos y concertados? Hasta ahora el camino elegido por Petro parece ser el primero y la cosa no le ha salido tan bien que digamos. A mi juicio, por un problema de correlación de fuerzas. El alcalde parece ignorar que los cambios profundos requieren respaldos profundos y diversos. Y una estrategia para conseguirlos. Petro no tiene un partido fuerte a sus espaldas (ni siquiera sabemos si tiene un partido realmente) y por tanto depende más de la opinión pública que de sus bases. Una opinión que nunca ha estado completamente de su lado, influida por unos medios de comunicación que le son abiertamente adversos. Tampoco tiene una plataforma sólida de participación social que respalde su gobierno. Los cabildos, que eran su gran apuesta, no han significado hasta ahora ningún salto en organización comunitaria. A eso se suma que aunque Petro se crece ante las masas, y es muy bueno para el debate, resultó muy malo para armar coaliciones; posiblemente por su estilo personalista y autocrático. O porque, cual escopeta de fisto, apunta a todos lados al mismo tiempo, sin establecer prioridades ni aliados para sus más duras batallas. Y gasta demasiado tiempo difundiendo su retórica de “perseguido”. Gustavo Petro no es ni el primero ni el último alcalde del país que ha buscado transformar una ciudad. Ahí está el ejemplo de Medellín. Durante los gobiernos Fajardo-Salazar este municipio se salvó del zarpazo de las mafias de la contratación, se diluyó el propósito de privatizar las empresas públicas, se ejecutó una audaz política de presupuestos participativos, se avanzó como nunca antes en inclusión social y se puso a la ciudad de cara a los retos de la globalización. Y no es que Fajardo y Salazar fueran gerentes. De hecho, cometieron muchos errores y alcaldadas. Lo que pasa es que tenían tras de sí una coalición fuerte compuesta por sectores de la elite empresarial (conservadora, por supuesto) y movimientos sociales de centro izquierda, que se pusieron de acuerdo en una agenda antimafia, de equidad, participación y modernización, que finalmente se impuso. A la luz de esta experiencia digo que el problema de Petro no es de gestión sino político. Sin una coalición fuerte y amplia será muy difícil que pueda darle a Bogotá el vuelco que tanto necesita. Las revoluciones no se hacen por decreto. Espero que el alcalde se haya percatado de ello.