De cabo a rabo, el problema y el negocio de las drogas prohibidas son una invención norteamericana. El pueblo de Estados Unidos, a través de la influencia cultural de sus músicos, de su cine, de sus estudiantes universitarios, de sus soldados, de sus ejecutivos de Wall Street y de Madison Avenue, esparció por el mundo entero el hábito masivo del consumo de drogas (heroína, cocaína, marihuana, LSD, drogas 'de diseño'): todo empezó con la guerra de Vietnam y su contrafenómeno, la cultura hippie. Y a continuación los gobiernos de Estados Unidos, de Richard Nixon en adelante, a través de su influencia política, económica y militar, prohibieron ese mismo consumo en todo el mundo. Con lo cual convirtieron el negocio de la producción y distribución de las drogas prohibidas en el más rentable del mundo. Por ser ilegal, por estar prohibido, cayó inevitablemente en manos de las mafias criminales. Las cuales, aunque asombrosa o milagrosa o sospechosamente no son perseguidas dentro del territorio mismo de Estados Unidos (¿ha oído alguien hablar de algún cartel californiano o tejano o neoyorquino), han destruido físicamente y corrompido moralmente los países productores de las drogas consumidas por Estados Unidos y prohibidas por Estados Unidos. Dejando por fuera el opio asiático o el haschish africano, y otras más, voy a referirme aquí solo a la coca y la marihuana cultivadas en América del Sur y exportadas a Estados Unidos a través de América Central y las islas del Caribe, y México, en donde los carteles que manejan el tráfico han conseguido corromper hasta los tuétanos a sus sociedades respectivas -Policía, iglesias, ejércitos, políticos, periodistas, jueces, deportistas-. Pero aunque una parte de las ganancias que genera el negocio van a esos carteles, el grueso del dinero (calculado en 300.000 millones de dólares al año) se queda en los bancos de Estados Unidos. Y es conocido como 'la plata de bolsillo de Wall Street'. El negocio está allá. Y hay que sumarle las arandelas, también de origen norteamericano y para beneficio de traficantes norteamericanos, tanto ilegales como legales: los vendedores de armas, los proveedores de los insumos químicos llamados 'precursores' para la refinación de las drogas, los vendedores de los fumigantes que están obligados a comprar los gobiernos de los países productores de drogas para destruir sus cultivos, los vendedores de los aviones fumigadores, las empresas que alquilan a los pilotos de esos aviones de fumigación, que debieran llamarse mercenarios pero se llaman, respetuosamente, 'contratistas'. Y, por supuesto, el gran beneficiario del tinglado, que es el propio gobierno de Estados Unidos. En su propio territorio no castiga sino al eslabón más débil de la cadena de la droga: el de los consumidores, de los cuales hay 5 millones presos (y siguen consumiendo drogas prohibidas en sus cárceles). Pero por fuera el pretexto de la guerra contra las drogas le da unos cuantos pretextos adicionales para el intervencionismo militar y político. Las 'descalificaciones' son un ejemplo. Y llevadas a su extremo se vieron en la invasión y bombardeo de Panamá para coger preso a su gobernante, Manuel Antonio Noriega, agente de la CIA norteamericana bajo la dirección de George Bush (padre), quien a continuación se convirtió en presidente de Estados Unidos mientras Noriega pasaba a cumplir 25 años de cárcel (más unos cuantos que le faltan en Panamá y en Francia). Pobre general Noriega. Pero eso sí: ¿quién le manda haberse puesto al servicio del gobierno de Estados Unidos? Hubiera debido mirarse en el espejo del Sha de Irán, el cual, abandonado por su poderoso aliado, como lo han sido todos, buscó refugio en vano en Panamá. Pobre Sha. Pero, ¿quién le manda?Todas estas consecuencias nefastas de la prohibición de las drogas saltaban a la vista desde el primer momento, desde hace 40 años, cuando Nixon. O aun desde hace 100, cuando la conferencia de Shanghái convocada por otro presidente norteamericano, Teodoro Roosevelt, quien por entonces no tenía todavía el poder suficiente para imponer su voluntad al universo (solo a Panamá). Muchos hicimos entonces -hace 40, aunque no hace 100 años- la advertencia de la obviedad: periodistas, académicos. Como decía aquí mismo hace unas cuantas semanas, gente sin peso. Políticos, ninguno. Y no solo en esta América Latina, patio de atrás o estercolero de Estados Unidos, sino en Europa o en Asia. Solo al cabo de mucho tiempo, y en vista de las consecuencias sociales cada día más catastróficas del consumo ilegal de las drogas -marginados, presos, enfermos-, algunos gobiernos europeos se atrevieron a desafiar la prohibición despenalizando la distribución al por menor y el consumo personal: Holanda, Portugal, un barrio de Ginebra en Suiza. Con éxito: disminuyeron las muertes de adictos por las llamadas 'sobredosis' (que son en realidad efecto de las drogas ilícitas adulteradas), disminuyeron los contagios de enfermedades como el sida o la hepatitis, disminuyó el consumo. (Y, claro, los presos). Disminuyó el negocio. Pero no es en los países consumidores, como son los europeos, sino en los productores, como Colombia, o de tránsito obligado, como México, en donde se ven las consecuencias más nefastas de ese gran negocio de Estados Unidos que es la prohibición de las drogas, que garantiza su rentabilidad desaforada. Y lo novedoso es que estos países siervos, como en la célebre Rebelión en la granja de George Orwell, están empezando a protestar. (Se acabó esta columna. Seguiré la semana que viene).