Entre 1995 y 1996 trabajé con Carlos Gaviria como su monitora en el curso de introducción al derecho en la Universidad de los Andes y luego como auxiliar judicial en su despacho en la Corte Constitucional. Cuando lo pienso, fue un tiempo realmente corto. Fuimos amigos por los veinte años siguientes; tanto como pueden serlo dos personas entre las que había treinta y cinco años de diferencia. Admiré de él la confianza en las ideas como motores de cambio. De manera casi soberbia defendía las ideas que le parecían buenas. Se dejaba convencer y cambiaba de opinión. Su sabiduría no era terquedad. Pero no resistía los desvíos y curvas, la falta de lógica, la falta de decencia o la falta de gusto. Hace unos días se cumplieron cinco años de su muerte. Cuando murió, hacía varios meses que no lo visitaba. Él estaba muy ocupado. Yo también. Pensé que habría muchas ocasiones para celebrar su vida. Muchos homenajes a los que iba a poder asistir. Fue un hombre valiente que le aportó al país con sus acciones decididas. Hemos sido parcos con él después de su muerte. Tal vez porque tuvimos muchas oportunidades de celebrar su vida cuando todavía nos acompañaba. A mí me parece que todavía nos falta por decir. Yo no había escrito nada sobre él hasta ahora. Me había costado identificar el tamaño del dolor que me causó su muerte. Carlos Gaviria fue profesor de derecho en la Universidad de Antioquia por muchos años de su vida, casi 30 (por lo que encontré, 1957-1987). Dictaba el curso de introducción al derecho y le gustaba leer a Kelsen. Escribió un libro de apuntes sobre la materia que era extremadamente corto, pero contenía lo que le parecía esencial: que el derecho está compuesto por normas y que las normas no tienen nada que ver moral. Aprendí mucho como su monitora en introducción al derecho. Era un privilegio escucharlo. Además de atender sus clases y acompañarlo a los exámenes no tenía que hacer mucho. Él ciertamente no necesitaba ningún apoyo haciendo lo que había hecho de manera impecable por tantos años. Siempre me dijo que todo lo que valía la pena escribir ya estaba escrito. Leía muchísimo todo el tiempo y cuando algo le gustaba preguntaba: ¿Cierto que es verdad…? Recuerdo su cara de sorpresa cuando yo le decía que pensaba exactamente lo contrario. Decidía entonces que yo debía ser la embajadora de esa buena idea que había planteado. Me mandaba a lugares exóticos con recomendaciones sentidas para que yo convenciera a otros de eso que él creía, pero no encajaba en su impecable lógica. Tengo que decir que no siempre estábamos en desacuerdo. Yo no sabía nada de él cuando empecé a trabajar como su monitora. Algo dijo de haber pasado una temporada en Harvard a propósito de su gusto por los escritos de Hohfeld, un autor norteamericano poco conocido en nuestro medio. Después me enteré de su liderazgo en el Comité de Derechos Humanos de la Universidad de Antioquia y de cómo se salvó de una masacre en la que murió Héctor Abad, su amigo. Este activismo, así como su paso por la vicerrectoría de la Universidad de Antioquia y el reconocimiento de la comunidad jurídica como gran jurista, le valió el reconocimiento suficiente para ser elegido magistrado de la Corte Constitucional en 1993. Fue el magistrado ponente en dos de las sentencias más importantes de la Corte: la sentencia de despenalización de la dosis personal y la sentencia de despenalización de la eutanasia. Ambas en mucho sentido expresaban lo que consideraba más importante en la política: la generosidad en reconocer al otro su autonomía. Le parecía impensable que uno pudiera decirle a alguien cómo portarse, aunque él mismo cuidaba mucho su salud y apreciaba como nadie la vida que pudo vivir. Su razonamiento jurídico a favor de estas ideas fue siempre impecable. Fue ponente de otras sentencias importantes en materia de derechos de las mujeres y de los pueblos indígenas. En estos temas se consideraba más un aprendiz que un líder, pero los apoyaba con el mismo ahínco. En su paso por el Senado, a donde llegó con la quinta votación más alta en 2002, lo acompañaron mi esposo y muchas de mis amigas. Sabía por ellos y ellas de la frustración que le causaba el constante regateo de la actividad parlamentaria. No soportaba la falta de disciplina en los horarios, ni los argumentos mal armados, ni la poca atención que le prestaban a las detalladas investigaciones que pedía que le hicieran para poder intervenir en los debates. Logró inventarse a sí mismo como un opositor con argumentos y soportar el trabajo porque sus ideas eran escuchadas en las calles. Le hubiera gustado que lo acompañáramos más en su trabajo en el partido, que orgullosamente nos recordaba era “el Frente Amplio Democrático y no el Polo”. A mi me postuló varias veces a las Asambleas. Me pidió que trabajara los temas “poblacionales” porque yo era la que hablaba de derechos de las mujeres y de los indígenas. Me sentía como un alienígena en esas reuniones: no entendía qué era lo poblacional ni sabía por qué habían aceptado que alguien sin representación política participara en los debates. Cuando me pusieron en una lista, no logré ni remotamente los votos necesarios. Aún me pregunto por qué me costaba tanto apoyarlo en ese trabajo político minucioso en el que quería que lo acompañáramos. Lo admiraba desde lejos y le deseaba suerte cuando nos veíamos entre una cosa y otra de las muchas y muy importantes que hacía. Fuimos muy afortunados todos y todas las colombianas de que a pesar de todo esto se empeñara en participar en la política por tantos años. Su visión recta, honesta y generosa sobre la vida, su compromiso con las ideas, su fascinación por el conocimiento, enriquecieron a muchos y muchas. De esta actitud nos queda el testimonio de los que lo conocimos. Pienso que no le soy tan fiel como debería y que mis acciones podrían parecerse más a las suyas para enseñar sobre su vida con el ejemplo. Espero que estas palabras empiecen a saldar una parte de la deuda enorme que tengo con él.