Es verdad que existe, al lado de la democracia representativa, otra directa, pero esta solo sirve para tomar decisiones de excepcional gravedad, que pueden ser formuladas en términos sencillos, casi siempre de naturaleza binaria: sí o no. A este carácter extraordinario, que la limita, es preciso anotar una desventaja estructural: su carácter confrontacional y divisivo. Y esta otra: la posibilidad, casi inevitable, de su manipulación por los gobiernos.
La democracia cotidiana, la que permite llegar a consensos entre sectores antagónicos que, pese a serlo, comparten valores y reglas fundamentales, es la democracia representativa. La tragedia, que en muchas partes del mundo se vive, consiste en que el prestigio de los partidos políticos, que son, junto a una sociedad civil vigorosa y una prensa libre y plural, protagonistas esenciales del juego político, están sumidos en el desprestigio.
Lo están porque los ciudadanos y los grupos de interés ya no requieren, como antaño, formular sus aspiraciones a través suyo; el poder de ciertos individuos y sectores ha crecido de manera extraordinaria. En la medida en que las sociedades se diversifican, aumentan las instancias intermedias de articulación de intereses. Y porque tanto la prensa como las redes sociales pueden ahora penetrar en zonas que los políticos estaban acostumbrados a mantener en secreto. La transparencia que hoy predomina hace visibles actos de corrupción y negligencia que eran poco conocidos.
Estos problemas requieren reformas estructurales cuya construcción requiere tiempo y ambientes proclives a los acuerdos. Las circunstancias, que fueron propicias en 1991, no se presentan en la actualidad. La sociedad se encuentra escindida, tanto por la persistencia de problemas que no hemos resuelto, como por el esfuerzo deliberado del gobierno actual en deslegitimar lo que hemos hecho bien, que no es poco, a fin de sustituir los consensos básicos de la sociedad, tanto políticos como sociales, por otros radicalmente distintos.
Muchos no se han percatado de que la batalla ideológica que Petro plantea es profunda. Al margen de sus precarias condiciones como gobernante, debemos verlo como un reformador social, al estilo de Calvino, Lenin o Fidel. O como un profeta, de la misma estirpe de Jeremías, Nostradamus o Marx. Esas son las ligas en la que juega.
Petro cree que el pueblo no somos el conjunto de los ciudadanos, que es a quienes la Constitución refiere, sino, apenas, los sectores que dice representar como consecuencia de una suerte de identificación mistica, que proviene más de la calle que de las ánforas electorales, con ciertas étnias y estamentos sindicales, sectores campesinos e integrantes de lo que denomina la “economia popular”. Así mismo es suya “la primera linea”, de tan ingrata recordación.
No tiene nada que ofrecer a tenderos, artesanos, proveedores de servicios personales, empleados formales, profesionales independientes, pequeños empresarios, sectores estos que configuraran la vasta mayoría de la sociedad colombiana.
Como ha decido no representarnos a todos, sino a algunos, Petro moviliza sus huestes contra el Congreso con implícitos objetivos de intimidación. Para ese fin usa recursos estatales, que esconde en contratos con organizaciones indígenas y mediante la invitación a los funcionarios públicos para que, en vez de cumplir sus tareas, salgan a corearlo en las calles. Viola el presidente, además, la prohibición de actuar en política, infracción de especial gravedad en víspera de elecciones.
El modelo social del presidente es estatista como consecuencia obvia de su rechazo al capitalismo. Cualquier cosa que signifique economía de mercado, el instrumento típico del capitalismo, es descalificada como neoliberalismo. Como no tiene la fuerza política suficiente para propiciar una revolución (en su autobiografía destaca, con orgullo, su condición de revolucionario), se mueve de manera oblicua para destrozar (en vez de propiciar reformas para fortalecerlos) los modelos vigentes en seguridad social, servicios públicos, infraestructura, comercio exterior, vivienda, etc.
No tiene nada de extraño que la inversión privada se encuentre postrada, que las perspectivas de crecimiento sean singularmente bajas, y que la inflación, que otros países de la región han logrado controlar, se mantenga elevada. Estamos al borde de la parálisis de las EPS y ante la inminencia de restricciones en el suministro de energía.
Desoladora es, por último, la violencia desbordada en muchas zonas rurales como ha puesto de presente la Defensoría del Pueblo. Esta situación obedece a la politica derivada de sostener que padecemos un conflicto armado interno, y no un asedio delincuencial. Con el soporte de esa tesis contraevidente, se ha pactado con el ELN un cese al fuego que no implica para este la cesación de operaciones contra las bandas rivales. Sus únicos compromisos son “negociar” -expresión que para ellos siempre ha sido sinónimo de conversar- y no atacar la fuerza pública. Las consecuencias son funestas: al validar la existencia de grupos armados ilegales, de facto se ha renunciado al monopolio estatal de las armas.
Teniendo en cuenta este panorama desolador, nos preguntamos: ¿Dónde están los partidos políticos distintos al Pacto Histórico? Se dice que el Gobierno ha logrado, usando herramientas turbias, que algunos parlamentarios traicionen a sus partidos de origen. ¿Será cierto que César Gaviria ha perdido el control del Partido Liberal y que, por ese motivo, permanece silente? ¿Cómo entender que ese partido y el Conservador tengan cuotas en un gobierno cuya ideología es contraria a las que, en teoría, profesan?
Quizás estos factores expliquen lo inadmisible: que no existan documentos elaborados por los partidos que evalúen las políticas del Gobierno; que no se hayan programado sesiones de control político en el Congreso para realizar una evaluación holística de las políticas gubernamentales y de las perspectivas del país en los próximos años, que no hayan surgido suficientes líderes con capacidad de marcarle el rumbo al país.
Es mejor que lo tengamos claro: si los partidos comprometidos con los valores democráticos no actúan con diligencia, la gente del común se inclinará hacia populistas parecidos a Petro. O peores.
Briznas poéticas. Conservemos estas palabras de Wislawa Szymborska para tiempos mejores: “Los hombres de Estado deben sonreír. / La sonrisa manifiesta que no pierden el ánimo. / Aunque el juego es complejo, los intereses opuestos, / el resultado incierto- siempre es un consuelo / una sonrisa cordial de blancos dientes”