Sin duda alguna los resultados electorales del pasado 29 de octubre fueron una estruendosa derrota para el presidente Petro y su Pacto histórico. Los colombianos salieron a votar masivamente por alternativas que claramente se distanciaran del discurso de odio, de la política de división, de las interminables controversias en redes sociales lideradas por el propio Presidente, quien ejerce más como el twittero en jefe, que como el jefe de estado ponderado.

Los colombianos también manifestaron su rechazo al alza a los impuestos, al incremento en la gasolina, en los peajes y el costo de vida en general, sumado a que en un año y medio de gobierno han logrado el decrecimiento de los sectores productivos, como es la reducción del turismo en un 6.24 %, de la construcción 61% y la venta de automóviles en más de un 32 %, por mencionar algunos, sumado a las dañinas e impopulares reformas propuestas como las de la salud, trabajo y pensiones, que tienen consecuencias directas en el elector.

Y que decir de la seguridad, la cual ha quedado relegada a la voluntad de los delincuentes, llevando a que el secuestro y la extorsión tengan un aumento del 70 % y 30 %, respectivamente, mientras gritan Paz Total descaradamente. Todos estos factores se suman a esa impopularidad que golpea la imagen del gobierno y a que inclusive a muchos de los que acompañaran a Gustavo Petro y a su Pacto Histórico en las elecciones presidenciales, se sienten hoy engañados y desilusionados.

Desde las regiones, los ciudadanos manifiestan abiertamente su insatisfacción con el petrismo. Un gobierno lleno de opiniones y poco de ejecuciones. Si bien Bogotá es el caso más emblemático; pues su escudero, áulico, alter ego y mayor defensor, Gustavo Bolívar, proclamado candidato del Gobierno, no alcanzó ni siquiera a ocupar el segundo lugar; la derrota no se limitó a Bogotá. Por el contrario, se extendió a las ciudades capitales y mayoría de departamento donde el Pacto Histórico ni siquiera fue un contendor relevante.

Pero más allá de la importancia que tiene este rechazo en las regiones de Colombia al desgobierno del cambio, es un día que marca el resurgimiento de la esperanza y de que el país aún puede recuperar su rumbo. Pues la reconfiguración del mapa político nacional es incuestionable.

Ahora bien, la derrota del gobierno en las urnas no es sinónimo de que los gobernadores y alcaldes son enemigos del gobierno o que serán sus mayores opositores y mal hace el Presidente al graduarlos de eso, sin que ni siquiera estos se hayan posesionado. Una cosa es que al gobierno le haya ido mal en las elecciones, y que para quienes nos oponemos a este gobierno sea la primera semilla para el 2026, y otra que no sea el deber de todos los alcaldes y gobernadores, y del gobierno, trabajar armónicamente por el bien de nuestro país.

Para un país tan centralista como Colombia, la subsistencia y desarrollo de las regiones dependen en gran medida del Gobierno nacional, no solo para la inversión; que permite que grandes proyectos se puedan adelantar, sino para la atención de las emergencias, el manejo del orden público, la alimentación escolar, los proyectos de regalías, la salud, las decisiones ambientales y tributarias. Básicamente, hoy está claro que para las regiones gobernar sin el apoyo del Gobierno nacional los deja con una capacidad muy limitada para lograr cambios significativos o proyectos necesarios para sus comunidades. Pero también el Presidente debe entender que gobernar sin las regiones deja a un Gobierno nacional desconectado y lejos de los territorios.

Por el bien del país esperemos que el tono del gobierno sea el de trabajar junto a los gobernadores y alcaldes para garantizar que las regiones no sean castigadas por el poderoso ejecutivo nacional. Porque lo que hoy hemos visto es a un gobierno que antepone la orientación política a las necesidades de la ciudadanía. Un gobierno que gradúa a alcaldes y gobernadores de enemigos o los atropella sin problema alguno, que desconoce su autonomía, tal como consagra nuestra constitución para temas como el metro, en el caso de Bogotá, o que los abandonó en el orden público, como en el caso del Meta, o abandonar proyectos estratégicos para la movilidad y competitividad, como es el caso de Antioquia.

El tono lo pone el Gobierno nacional. Es su responsabilidad liderar para trabajar y no polemizar para torpedear. Esperemos que esa sea la actitud que traiga el gobierno a la mesa y no a la que nos ha tenido acostumbrados. Pues si el gobierno no deja sus preferencias u odios políticos a un lado, los grandes afectados serán los ciudadanos; no solamente en las ciudades capitales, sino en los territorios más alejados y necesitados, donde poco importa quién ganó o derrotó a quien, solo que llegue la ayuda, las soluciones y la inversión.

Este es también un momento ideal para reflexionar sobre la necesidad de fortalecer las regiones, los departamentos, las ciudades capitales y los municipios. Estamos en mora de avanzar hacia un estado más descentralizado; que permita a las regiones resolver y no rogar por atención y migajas. La dependencia de los entes territoriales con la nación es demasiado alta y la distribución de los recursos demasiado inequitativa y lenta.

Si no logramos un país menos centralista, los ciudadanos en la provincia, en nuestras regiones, continuarán condenados a esa vieja afirmación: “Dios existe en todo Colombia, pero despacha en Bogotá”.

Que este triunfo electoral en las regiones no se quede en una simple reconfiguración de un mapa político o la derrota del mandatario de turno, sino para que desde ellas reconstruyamos el país y abramos una discusión sobre cómo buscamos un modelo que permita la autosostenibilidad de las regiones, mayor autonomía para los autoridades locales y la posibilidad de que estas puedan labrar su propio desarrollo. Las discusiones de fondo deben ser las que marquen las elecciones del 2026; y esta es una que no se puede aplazar más.