La reforma a la salud del Gobierno de la “potencia mundial de la vida” es la materialización de la venganza de Gustavo Petro en contra de la Ley 100 del 93 y todos sus posteriores desarrollos legales. Al parecer, el presidente la convirtió en un punto de honor de su gestión y de su nostalgia por el fracasado modelo de estatización de los ochenta, el anacrónico concepto de que el Estado es mejor proveedor de servicios que los privados.
La realidad es que al Gobierno no le interesa en lo absoluto la salud de los colombianos. Su interés mayor con esta reforma es acceder, directamente y sin supervisión alguna, a los más de 70 billones de pesos que mueve el sistema cada año. Es inevitable pensar que en la estrategia de largo plazo los recursos de la salud son determinantes para establecer un “programa de transformación del país, un modelo de gobernabilidad, con mayorías parlamentarias y con proyecto estratégico para próximas décadas”, como lo escribió en su cuenta de X el senador Iván Cepeda, ideólogo del Pacto Histórico, en agosto de 2020. Mejor dicho, ¿qué importa la calidad, la oportunidad, la prevención y la cobertura, cuando lo que está en juego es la caja menor para financiar el sueño “progre” de conquistar la galaxia?
El problema es que la “transformación” del país nada tiene que ver con el progreso y la creación de riqueza, ni desarrollo social, ni equidad, ni generación de oportunidades, ni cambios que impacten el bienestar y la calidad de vida de los colombianos. No. El proyecto de la “potencia mundial de la vida” subyace sobre la idea de destruir, sin criterio técnico ni análisis alguno, todo lo que huela a desarrollo, innovación, capital privado y bienestar. Petro y el equipo del “cambio” quieren traer a Colombia el modelo comunista de Venezuela y Cuba y, por lo tanto, su objetivo es convertir al país en una réplica de esas fracasadas dictaduras.
Dijeron que eran el “cambio”, pero a punta de politiquería, mermelada y hasta saltándose las leyes que antes tanto defendían han logrado la votación de los artículos de la nefasta reforma. Ya los verdes fueron denunciados y quedaron por fuera de la votación. Pero es inaudito que los representantes a la Cámara de Cambio Radical, del Partido Conservador, liberales y de La U se hayan prestado para hacerle el quorum al Gobierno, so pretexto de que “hay que debatir”. ¿Debatir qué? ¿La viabilidad de una reforma que ha sido rechazada por todos los sectores de la sociedad, incluyendo las asociaciones de pacientes, de médicos y de EPS, que ni siquiera fueron tenidos en cuenta en su construcción? ¿No será más bien que, a punta de puestos, mermelada, Icetex, Sena y otros muchos, la “potencia mundial de la vida” se hará cargo de arrastrar la dignidad humana de los colombianos con una reforma que no consulta sus intereses, sino el capricho ególatra de un presidente obsesionado con poner a funcionar a las malas el modelo que fracasó por más de cuatro décadas en Colombia? ¿Los congresistas serán cómplices de este adefesio a cambio de un plato de lentejas? ¿Qué dirá el profesor Antanas Mockus de las recientes revelaciones sobre el presunto tráfico de influencias y la contratación preferente en las entidades que dirigieron los miembros de ese partido? ¿Qué pasó con la consulta anticorrupción del feudo López-Lozano?
Con la aprobación de una parte del articulado de la polémica reforma esta semana, el sistema que hasta hoy conocimos desaparece. Ahora los recursos de la salud serán girados por la Adres, sin auditoría ni supervisión, y pagados directamente a clínicas y hospitales, con la intervención directa de más de 1.135 alcaldes y gobernadores. Mejor dicho, para curarse, habrá que caerle bien al alcalde o gobernador de turno, incluso haber votado por él.
En esta reforma temas clave como el aseguramiento, la prevención, la sostenibilidad, la innovación en salud, el fortalecimiento del agotado y quebrado personal en salud, entre otros, no son puntos relevantes para el Gobierno. De hecho, ni el ministro de salud ni el superintendente le han podido explicar al país cómo va a funcionar un sistema que baja el valor de la UPC, le transfiere la administración de los recursos a políticos sin conocimiento ni experiencia y, por supuesto, ni siquiera se preocupa por establecer cómo se garantizará que el sistema se ajuste a los cambios demográficos, al perfil de morbimortalidad local, o las demandas de salud producto de los cambios ambientales que enfrentará Colombia en las próximas dos décadas.
A la “potencia mundial de la infamia” no le interesa que la salud sea un derecho para mejorar la calidad de vida de los habitantes del país. Solo le interesa que esos 70 billoncitos caigan en las cuentas de sus amigos y familiares mientras entierran para siempre un sistema que ha sido reconocido como uno de los mejores del mundo.
Nadie niega que el sistema requiere mejoras. Cualquier usuario del mismo lo sabe. Lo que no era necesario era promover una política de odio y de destrucción que no tuvo en cuenta los padecimientos de miles de personas que se quedarán atrapadas en la improvisación y la falta de criterio de esta reforma. Ya el país siente los efectos de la propuesta de salud del “cambio”: escasez de medicamentos, líneas de atención colapsadas por la falta de atención, cirugías retrasadas o canceladas, escasez de citas y una larga lista de reclamos. Mientras tanto, el Invima sigue sin director y los trámites de registros sanitarios están desbordados y atrasados. Y, como si fuera poco, el ministro Guillermo Jaramillo anunció a los alaridos la medida de control de precios, como si eso sirviera de algo en pleno siglo XXI. ¡Bienvenidos a la salud del cambio! Traten de no enfermarse porque, de verdad, el palo no está para cucharas.