La Ley 13 de 1974, que ratificó la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes de la ONU, junto con la Ley 30 de 1986, Estatuto Nacional de Estupefacientes, son fundamentales en la regulación del cultivo de la hoja de coca y la producción de cocaína; temas controvertidos y cargados de implicaciones sociales, económicas y políticas.

Esta ley estableció compromisos internacionales para reducir y controlar la producción de drogas, buscando erradicar la oferta de estupefacientes a través de la prohibición y control de ciertos cultivos. Sin embargo, el camino que trazó la Convención ha generado un debate amplio y constante sobre su efectividad y sus impactos en la realidad colombiana.

El cultivo de la hoja de coca es una realidad que ha moldeado la vida de comunidades campesinas e indígenas en regiones históricamente aisladas. Para muchos de estos agricultores, el cultivo de la coca sería una alternativa de supervivencia, una respuesta a la falta de apoyo estatal y a la necesidad de subsistencia. La Convención Única sobre Estupefacientes, al criminalizar la producción de coca, ha intensificado la presión sobre estas comunidades, sin ofrecer soluciones alternativas que garanticen medios de vida viables.

Por otro lado, la producción de cocaína es un fenómeno en aumento impulsado por la demanda internacional, la cultura del contrabando y la búsqueda de oportunidades incentivadas por las mafias locales y extranjeras. La Convención y la ley intentan abordar el problema desde la oferta, pero no considera adecuadamente las dinámicas que sostienen el narcotráfico en la región. Al enfocarse principalmente en la erradicación, la ley ha permitido que grupos armados y organizaciones delictivas se beneficien del vacío que deja el Estado en zonas alejadas. El control de los cultivos de coca ha generado una economía informal de protección y contrabando, con altos índices de impunidad y que no se reduce por la sola criminalización del cultivo.

En términos de políticas públicas, la Convención Única sobre Estupefacientes representa una visión restrictiva y punitiva, que ha demostrado ser insuficiente. La aplicación de políticas de mano dura, de aplicación relativa, ha traído costos ambientales, sociales y económicos que superan sus beneficios, y la falta de apoyo para alternativas agrícolas menos rentables ha hecho que los cultivos ilícitos persistan e incluso aumenten. En este contexto, se han discutido propuestas de políticas alternativas, como la regulación y el enfoque de desarrollo territorial, que buscan integrar el Estado de manera activa en las zonas rurales y ofrecer opciones viables a las comunidades dependientes de la coca. Además, el debate sobre la despenalización controlada o la regulación de algunos aspectos de la cadena de producción es cada vez más fuerte, pues numerosos sectores consideran que una estrategia más flexible podría reducir la violencia y mejorar las condiciones de vida de los campesinos.

En conclusión, la Convención Única sobre Estupefacientes y la Ley 30 de 1986 —a pesar de sus intenciones iniciales— han resultado limitadas frente a la compleja realidad del narcotráfico y el cultivo de coca en Colombia. Se requiere una reestructuración de políticas que no solo aborden la represión efectiva, sino que también incluyan medidas de desarrollo rural, oportunidades económicas y un enfoque de salud pública, como el que introdujo el Acto Legislativo 2 de 2009, que prohíbe el porte y consumo de sustancias estupefacientes y manda medidas preventivas y terapéuticas para consumidores. La clave estaría en aplicar efectivamente las prohibiciones, así como los incentivos a los planes alternativos, desarrollando la infraestructura regional, fortaleciendo la cultura ciudadana y poniendo en evidencia las amenazas y estragos que ocasionan las organizaciones criminales.

Cita de la semana: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles” Simón Bolívar, Carta de Jamaica (1815).