Recuerdo haber leído que Albert Camus, el gran pensador francés del pasado siglo, sostenía que las principales lecciones de ética no las encontró en las obras de los grandes pensadores, sino en un campo de futbol. Tuvo razón. Pelé y Maradona fueron grandes jugadores, pero nadie propondría al segundo como modelo de conducta para sus hijos o nietos.
A partir de la constitución de los Estados Unidos en 1787, el pacto social está, en buena parte, contenido en sus cláusulas. Allí se plasma la fisonomía del sistema político, el régimen de libertades ciudadanas, las principales instituciones públicas, y las reglas de interacción entre ellas y los actores del proceso político. Ello era suficiente para enmarcar el juego, de tal manera que la pugnacidad ideológica, que es inherente a la democracia, pudiera desarrollarse al margen de quiénes fueran los ganadores en una determinada coyuntura. Este es el constitucionalismo clásico que predominó durante doscientos años.
La carta del Brasil de 1988 implicó un cambio radical que sirvió de inspiración a la nuestra de 1991. Incluyó un generosa lista de derechos de naturaleza económica bajo la ingenua creencia de que su materialización depende de normas constitucionales, ignorando que repartir la riqueza social supone el arduo proceso de generarla, y de recursos fiscales suficientes para atender las demandas populares. La constitucionalización del bienestar implica que éste ha dejado de ser un anhelo de la acción colectiva para ser entendido como un derecho fundamental. No es un asunto menor. Ha conducido a la politización del poder judicial y, de manera inevitable, a cierto empobrecimiento de la política.
Efectuada esta catarsis, que dimana del lado conservador de mis convicciones, añado que ese pacto social, formal y explicito, funciona en el contexto de los valores que constituyen la civilidad política. Como se trata de una cultura, su contenido depende de interacciones sociales espontáneas; sin embargo, sus reglas, que no están escritas ni pueden ser exigidas ante tribunal alguno, son de extrema importancia. Pasa lo mismo que en el futbol. Cuando un jugador ha quedado lesionado como consecuencia de un evento fortuito, el rival, si está en posesión de la pelota, de ordinario la arroja fuera del campo. Ninguna norma del reglamento le obliga a comportarse de esa manera; podría aprovechar la circunstancia para intentar marcar un tanto, pero no lo hace. ¿Por qué? Porque es un punto de honor, de mera decencia. La ética -que es un asunto propio de nuestro fuero íntimo-nos impone deberes que van más allá del Derecho.
Esto que digo tiene importancia. El deterioro, en muchos lugares del mundo, de los valores propios de la civilidad política avanza como una pandemia. Las verdades alternativas, la creación de redes de amigos espurios para alentar o dañar determinadas causas políticas, la calumnia descarada, están a la orden del día. Algunas de esas actividades son legales. De hecho, por medios en principio válidos, fascistas y nazis convirtieron en el pasado siglo las democracias de Italia y Alemania en dictaduras. Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, han logrado lo mismo en años recientes. Las democracias ya no se las toman desde afuera los militares; lo hacen desde dentro los populistas.
Estados Unidos aporta abundante evidencia de lo que, siendo legal, carece de legitimidad. Ninguna regla impide, por ejemplo, que el presidente nomine como magistrados del Tribunal Supremo a personas cuyo fidelidad a la causa partidista es su característica principal, no importa que carezcan del conocimiento, la trayectoria y, ante todo, las virtudes morales necesarias. El resultado: la justicia constitucional ha sido tomada por los republicanos para usarla contra sus adversarios.
La regulación existente no impide al partido que tiene el control del congreso federal de un estado cualquiera redefinir las circunscripciones electorales en su propio beneficio. Ambos partidos lo han hecho. La consecuencia es fatal para la democracia: la Cámara de Representantes en la actualidad está integrada por extremistas que, de ordinario, son incapaces de acuerdo alguno con el partido opuesto. El abuso de la palabra en el Senado, para evitar una determinada votación, ha permitido que las minorías bloquen la agenda. En la actualidad, en los estados controlados por el trumpismo, se están dictando leyes para obstaculizar el voto por correo y en domingo, una estrategia de probada eficacia para alejar de las urnas a negros y latinos.
Aquí nos suceden cosas parecidas. Es bien conocida la cooptación, realizada por varios gobiernos, de los organismos de control, un golpe artero contra el principio de división de poderes. Las célebres ‘jugaditas’ del presidente del Senado, para permitirle al jefe del Estado no tener que escuchar el discurso de la oposición en la ceremonia de instalación del Parlamento, erosiona aspectos fundamentales del sistema político. Por estos días ocurre un episodio atroz. La presidente de la Cámara se niega a dar curso a un proyecto normativo que busca reducir las vacaciones de los congresistas, que son excesivas, lo cual constituye una de las causas de su desprestigio. Aun si su conducta fuere legal, lo cual es dudoso, su conducta interfiere de manera abusiva el funcionamiento regular del Congreso. Que su propio partido cohoneste esta actuación es inconcebible.
Lo anterior viene al caso a propósito de la supresión de la denominada Ley de garantías, un estatuto que fue adoptado años atrás para modular el poder del presidente en ejercicio cuando aspiraba a la reelección. En contra de lo que Duque sostenía cuando era senador, esa regla ya no se justifica. El problema es que el mecanismo adoptado por el Congreso para derogarla es, a los ojos de cualquiera que tenga mínimos conocimientos jurídicos, inconstitucional. Cabría esperar que el Presidente la objete. No está obligado hacerlo. La metáfora futbolera podría aportarle criterios para decidir. Seguro tendrá en cuenta que algo va de un jugador hábil a otro habilidoso.
Briznas poéticas. Camus nos dejó este maravilloso consuelo. En lo más hondo del invierno, finalmente he aprendido que, dentro de mi, mora un verano invencible.