Montealegre tiene un problema. Dejó hace rato de ser un jurista ecuánime y respetado, capaz de dominar su dogmatismo marxista, para transformarse en un radical descontrolado. Padece un odio crónico, incurable hacia Uribe, que ha intentado contagiar a su lacayo, sin excesivo éxito. Al verlos juntos en sus pulidas y concertadas actuaciones, queda claro que en Montealegre hizo metástasis y en Perdomo es tan solo un tumor impostado. Seguro repudia a Uribe y su entorno, que sería legítimo, pero evidencia que su desprecio es controlable. Sin la dirección y el encono que transmite su jefe, estoy convencida de que nunca habría dominado sus decisiones judiciales.
Desconozco el momento en que ese odio desbordante germinó en Montealegre; lo lamentable no es solo que rija sus pasos y profundice la falta de credibilidad de una justicia parcializada, sino el tiempo que la pareja hace perder a los togados. Lo más llamativo en su larga y pretenciosa perorata en la audiencia del jueves, destinada a desquiciar a la Fiscalía y a los abogados del expresidente, fue su ímprobo esfuerzo por convencer de la inconveniencia de otorgar la libertad a Uribe.
La propia jueza debió llamarle la atención por sus excesos verbales. Le costó al exmagistrado de la Corte Constitucional y exfiscal general morderse la lengua, pero no le quedó más remedio porque la jueza ha demostrado que tiene temple y seguridad en sí misma y no estaba dispuesta a que la audiencia se le fuese de las manos.
Lo que resultaba paradójico es que quien defendió sin descanso ni mesura la impunidad de criminales de niños, pisoteando la Carta Magna, ignorando los derechos de incontables víctimas que exigían justicia, ahora ponga todo su empeño en pretender que mantengan en prisión domiciliaria al ex, así solo sea mientras dure el proceso. Porque Montealegre y Cepeda no resaltan que pelean un encarcelamiento provisional, puesto que el caso sigue vivito y coleando. Y si al final las pruebas demostraran que Uribe cometió el delito que le endilgan, lo condenarían y terminaría preso, como sueñan los que aplauden que Carlos Antonio Lozada mantenga su curul y no pise jamás un establecimiento carcelario.
Resulta inconcebible que un país permita que el confeso autor de un magnicidio continúe pontificado sobre lo divino y lo humano desde el Senado. Ya era ignominioso que al responsable de la masacre de Bojayá lo escogiera el partido Farc para el Legislativo, señal inequívoca de que siguen creyendo que su medio siglo de criminalidad fue justificada. Y ahora suman la declaración de que Lozada mató a Álvaro Gómez, así sea una maquiavélica patraña, motivo suficiente para pedir que se vaya. Si tuviera un resquicio de pudor, él mismo renunciaría.
Pero este país está empeñado en continuar desdibujando las fronteras de lo que es válido, de los derechos humanos, de la dignidad como nación, del respeto a las víctimas. No me refiero a esa pareja de exfiscales generales que usurparon un título trágico con una desvergüenza hiriente, sino a las verdaderas víctimas de las Farc, las que padecieron sus décadas de barbarie. Ni siquiera la cúpula guerrillera tuvo la decencia ni mostró empatía hacia ellas como para cambiar unas siglas que chorrean sangre y evocan recuerdos dramáticos. Pero tampoco la mitad del país les exigió nada, prefirió apedrear e insultar a quienes hacían el reclamo.
Al margen de la afrenta de mantenerse en el Senado, lo más preocupante de la revelación de las Farc es la trama siniestra que esconde para lograr un objetivo espurio. Una hipótesis creíble sería que buscan salvar a Samper y a Serpa, según afirmaron Mauricio Gómez y su primo Enrique Gómez, que ha investigado como nadie el crimen desde hace dos décadas.
Entre las incógnitas por resolver figura la conexión Piedad-Samper-Santos-Farc, así como la reaparición desde hace semanas de Álvaro Leyva, un personaje sinuoso y poco transparente, con un enfermizo afán protagonista, que funge como adalid de la verdad y publica unas cartas que no son bondadosas ni desinteresadas iniciativas en aras de la paz, como quiere venderlas. Si examinan bien la secuencia, tal vez descubran que no son coincidencias.
La otra hipótesis, la que difundieron las Farc y compraron sus aliados, que asevera que guardaron silencio durante un cuarto de siglo por una “paralizante vergüenza”, es un insulto a la inteligencia colectiva. Que pongan otra excusa menos cínica porque “vergüenza” los jefes de esa guerrilla jamás han sentido por sus infinitos delitos. Y, menos aún, por el de Álvaro Gómez, cuando no hay pruebas de que lo cometieran.
No solo están muertos todos los responsables directos que señala el senador Lozada, sino que dos de los milicianos-sicarios fueron asesinados, dice, en la masacre de Mondoñedo, adjudicada a policías corruptos. Un entramado tan inverosímil como conveniente para los interesados en desviar la atención sobre el crimen de Estado.
NOTA: ¿Por qué lo mataron?, revelador libro de Enrique Gómez Hurtado, hermano de Álvaro, de 2011. Recomendable.