Nos hemos quedado con la boca abierta, cruzados de brazos, meditando -aún sin comprender- las infinitas variantes que le ofrece al ser humano la técnica de la fecundación in-vitro, y no nos hemos dado cuenta de algo muy grave: de que frente a la distancia que ha tomado la ciencia, los conceptos éticos, filosóficos y juridicos que normalmente ha trajinado la humanidad se han tornado súbitamente mohosos, anticuados y pequeños, ante la inmensa gama de esperanzas y de peligros que ofrece la posibilidad de desarrollar vida en un tubo de laboratorio.Las modalidades de este avance científico han llegado a ser francamente desquiciantes. Aunque todavía, para crear un ser humano, se requiere que un óvulo femenino sea fecundado por un espermatozoide masculino, y que el embrión resultante sea gestado en el utero de una mujer, dicha fecundación puede, sin embargo, producirse en un tubo de ensayo, y el embrión resultante implantarse en una mujer diferente a la propia madre, o ser el donante de los espermatozoides un hombre distinto del futuro padre de la criatura. Esto significa, por ejemplo, que una tal Adriana puede provenir del óvulo de una mujer que no sea en realidad su madre, o haber sido dada a luz por otra mujer que tampoco lo sea, o ser hija de un padre que no es el dueño de los espermatozoides que la engendraron.Y como si fueran pocas las consecuencias que este coctel genético amenaza con traerle a la humanidad, ahora resulta que es posible concebir un hijo de un marido muerto -como recientemente sucedió con una viuda francesa que ganó ante la Corte el derecho de ser inseminada con el semen congelado de su fallecido cónyuge- y, aún más increlble, también es posible congelar embriones durante décadas, de manera que puedan llegar a gestarse mucho tiempo después del fallecimiento de sus verdaderos padres, y que incluso, como en la actualidad sucede con un par de embriones australianos huérfanos, hayan heredado grandes fortunas, sin que la ley tenga todavía regulados los derechos de este extraño tipo de herederos.Bancos de semen, madres alquiladas, embriones huérfanos... a veces pareceria como si estuviéramos viviendo un sueño en el interior de una pintura de Dalí. El asunto, sin embargo, radica en que todo es tremendamente real, y que ya son cientos las parejas que alrededor del mundo han experimentado los beneficios de la fecundación in-vitro, logrando asegurar su descendencia a pesar de su infertilidad.Pero estos avances no le han llegado gratuitamente a la humanidad. Juridicamente, por ejemplo, estamos ingresando en un peligroso limbo, en el que se han quedado sin reglamentacion docenas de eventualidades en las que puede verse comprometido un ser humano. Para no ir muy lejos, y dejarle a la Corte Suprema de Justicia colombiana un pequeño dolor de cabeza, el sólo hecho de que puedan congelarse los embriones para ser gestados mucho tiempo más adelante deja sin pie jurídico aquella norma, recogida por el Código Civil, que presume que la concepción de un ser humano ha tenido lugar no menos de 180 días ni más de 300 días contados a partir de la fecha del nacimiento, presunción llamada "de derecho" porque hasta el momento jamás ha admitido prueba en contrario.Pero también existen aspectos éticos y filosóficos que amenazan con quedarse atrás ante la feroz arremetida de la ciencia. La Iglesia ya ha puesto el dedo sobre ellos, al manifestar reservas frente a experimentos como el de la manipulación genética, pero en lugar de abrirle las puertas a las posibilidades humanas, que ofrece la fecundación in-vitro se las ha cerrado, impulsada por un cuestionable pero muy interesante temor futurista.A lo que en el fondo parece temerle más la Iglesia es a la posibilidad de que en lugar de ensamblar la vida humana en un laboratorio, llegue el día en el que sea posible producirla enteramente en el interior de un tubo de ensayo. Los experimentos que actualmente se realizan, a costa de muy serios cuestionamientos éticos, con embriones que sobran de estos procedimientos de fecundacion, permiten pensar que ese día no está demasiado lejos. Pero entonces hay que resolver desde ahora si es malo, o por el contrario, moralmente neutro, experimentar con estos embriones. ¿Tienen derecho a la vida, o son sencillamente una especie de plastilina biológica, susceptible de ser manipulada e incluso producida en serie para abastecer de repuestos a seres humanos ya ensamblados? Si dejamos que la ciencia le tome esta ventaja mortal a los conceptos eticos, filosoficos y jurídicos que deben regular su aplicación, muy pronto nos encontraremos en un callejón sin salida, aún de pie sobre las baldosas del presente pero de frente a los muros del futuro. Y, quien quita, a lo mejor vendrá el día, que al paso que vamos nos llegará de sopetón, en el que la ciencia, incluso, nos obligará a replantear los criterios sobre la existencia de Dios.