En 1990 trabajaba en la sección internacional de El Tiempo. Se me acercó don Enrique Santos Castillo, editor general, mi primer mentor en el periodismo, y me dijo: “Es mi nieto favorito. Se lo recomiendo”. Así me presentó a Alejandro Santos Rubino, mi practicante y futuro director de SEMANA. Allí nació la amistad con Alejandro, que lleva ya 30 años.

En septiembre de 2005 recibí una  llamada de Alejandro. Quería ofrecerme el cargo de editor general de SEMANA. Yo estaba en la petrolera BP. No dudé un segundo; trabajar en SEMANA era uno de mis sueños. Durante cinco años fui el encargado, entre otros temas, de la sección de investigaciones, donde conocí a Ricardo Calderón, un periodista investigador fuera de serie. Hicimos muchos reportajes que conmocionaron a la opinión pública. No había restricción: solo la obligación del rigor, el compromiso con la verdad. Un terreno fecundo.

Calderón tenía un instinto fenomenal y una dedicación 24/7 a las chivas. Sabía que las investigaciones toman tiempo y en la revista se lo respetaron. Había el entendimiento de que valía la pena esperar. Con Calderón siempre llegaba la portada. Un ambiente que apoyaban al ciento por ciento Alejandro y Felipe López, dueño y periodista número uno. SEMANA reflejaba a Felipe. Desde su fundación en 1982, la revista se dedicó a escribir para el poder. Y desde allí, influir sobre los hombres y las mujeres que tomaban las decisiones. La portada semanal ponía el tema de la agenda nacional. Un ministro tenía a SEMANA como pilar de conocimiento, un actor fundamental para Colombia. Y Felipe era el punto de encuentro.

Alejandro era el complemento perfecto. Bajo su liderazgo, la revista se convirtió en The Economist de América Latina; de obligatoria lectura para los colombianos. Alejandro era consciente del poder y lo ejerció con responsabilidad. No todo cabía en la publicación; SEMANA no era un botafuego.

Nunca se olvidó de su esencia: poner a los del establecimiento en su lugar. SEMANA cumplió a cabalidad ese rol. No importaba quién era el periodista. Había un código no escrito del peso de la credibilidad y la veracidad. Más que una revista, SEMANA era una vocación. Lo demostró Mauricio. Sáenz, el popular Chacho, que cumplió hasta la semana pasada 35 años como jefe de redacción. O Ricardo Calderón, con 26 años. O Silvia Camargo, la legendaria editora de Vida Moderna, que lleva un cuarto de siglo dándole calidad a la publicación.

La SEMANA de Felipe y Alejandro era sensibilidad a lo que interesaba a los lectores.

La claridad de lo importante sobre lo urgente. La defensa del carácter fue parte fundamental de los cubrimientos. Carácter en decidir una portada. Carácter en darle una o dos páginas a una noticia. Carácter cuando no se publicaba porque se consideraba que no estaba listo el reportaje y era necesario verificar. Carácter es tomar miles de decisiones con la mirada fija en la verdad. Esa era SEMANA, periodismo con carácter.

Con los cambios de estos días se acabó el eslogan. Se fue la esencia: Alejandro, Ricardo, el director editorial Rodrigo Pardo, Chacho, Vladdo, los columnistas María Jimena Duzán y Antonio Caballero, y varios periodistas del impreso.

Sin ellos, SEMANA será diferente. Es elemental. La revista es hecha con el talento de hombres y mujeres. Para Alejandro, todo empezaba con el carácter, y así escogió a su equipo. Periodistas creyentes y comprometidos con contar la verdad. En el último mes, cuando Ricardo asumió la dirección, se dio una señal de continuidad en esa línea editorial. Infortunadamente, fue interrumpida.

La revista tomó un nuevo rumbo. Desconocido. Promete, en su comunicado de esta semana, “seguir trabajando en mantener el periodismo de calidad”. Sin embargo, en el texto el gran ausente es el carácter.

NOTA: Esta es mi última columna después de seis años. Quiero agradecer a Felipe López y a Alejandro Santos el espacio, y a mis lectores, la lealtad. Fue un verdadero honor ser parte del equipo SEMANA.