Esta huelga esquizofrénica, violenta y variopinta, que tiene atemorizado y arrodillado al país, sobrepasó al Comité Nacional del Paro. Hasta el Gobierno es consciente de que el grupo de burócratas sindicales, atornillados a sus privilegiados cargos, cada día manda menos sobre los que están en las calles.
Podrían salir de escena y los encapuchados seguirían paralizando Colombia si quisieran. Porque la bomba que ha estallado tiene un alto componente de resentimiento social, madurado durante décadas de injusticias, abandono e inequidad. También, de desprecio hacia la clase política y de esa costumbre tan colombiana de ensalzar a los violentos.
La imagen de la gobernadora del Valle del Cauca y un prelado de la Iglesia, firmando un pacto de pie, frente a unos tipos con las caras tapadas, gafas oscuras, sentados y envalentonados, refleja perfecto el caos y la falta de legitimidad institucional y autoridad que sufrimos. Sin dejar de lado la irritante complacencia de la ONU y las ONG parcializadas, que solo miran por el ojo izquierdo.
Ya es evidente, después de tres semanas de pesadilla, que las manifestaciones dejaron de ser una iniciativa que buscaba poner contra las cuerdas al Gobierno Duque para convertirse en el paro del odio al que tiene y del desprecio hacia todo lo que huela a “establecimiento”, incluidos los grandes medios de comunicación, aunque algunos crean que no es con ellos.
Por eso, cualquiera que sea propietario de algún bien siente temor, desesperanza e incertidumbre, no solo los estratos altos. Empresarios de pymes a los que entrevisté estos días confiesan que no invertirán más en Colombia. Se cansaron de soportar guerrillas, paracos, narcoterrorismo, crisis económicas, una pandemia catastrófica y, ahora, un ataque brutal en el que sienten que los dejaron solos, que nadie cuenta con ellos. Y sin su emprendimiento, ¿quién diablos creará esos 500.000 puestos de trabajo para jóvenes que promete el Gobierno?
Tampoco entienden que bauticen de pacífica unas protestas en las que los manifestantes amenazan a los trabajadores que piensan distinto y quieren seguir sus vidas con quemarles la moto la casa y la fábrica. Ni la permisividad de la CIDH y la ONU hacia los bloqueos.
A la singular posición de ambas entidades, yo agregaría su atronador silencio frente a las amenazas y castigos que imponen determinados líderes sociales a quienes incumplen la orden de salir a las carreteras en localidades como Suárez, Cauca. Pueblo natal, por cierto, de una candidata presidencial.
El vocero de Asocordillera (asociación campesina local) grabó un mensaje intimidante, destinado a su comunidad para que fueran al paro: “Las actividades quedan suspendidas, totalmente cerradas todas las fincas para que no haya excusas. De lo contrario, pagarán un millón de pesos por persona que no asista”.
Como es lógico, los vecinos que no pensaban marchar no tuvieron alternativa distinta a obedecer y desplazarse hasta Portugal, un punto no muy distante del casco urbano. Allá los entrenaron a soportar gases lacrimógenos con la idea de trasladarlos a la Panamericana.
Y para recalcar que la movilización era obligada, las columnas móviles Dagoberto Ramos y Jaime García de las Farc-EP, amos y señores de la zona, enviaron un panfleto para dejar las cosas claras. Reproduzco unos apartes, tal cual los escribieron. Al inicio se refieren a los empleados de la Alcaldía que, en lugar de parar, trabajaron los primeros días:
“Debido a la desobediencia de unos sapos funcionarios que icieron precensia en esa alcaldía los cuales serán identificados por nuestra organización y se tomara los corretivos…”. Enseguida pasan a advertir de las consecuencias de no seguir sus consignas de apoyar el paro: “Se ordena a las milicias urbanas abrir fuego contra quien la incumpla…”, y hacen un llamado “a la jente de todas las veredas de Suares y casco urbano seguir respaldando la causa todos los hombres mayores de 14 años deberá movilizarse”.
No contentos con las diferentes maneras de amedrentar a la población, el Comité del Paro de Suárez, denuncian pobladores, impuso una sobretasa de 1.000 pesos tanto al galón de gasolina como a algunos productos alimenticios para financiarse ellos.
Además de lo anterior, nativos de Suárez quisieran que la ONU de Bachelet se interesara por investigar las circunstancias en que asesinaron a un finquero que no quiso abandonar su propiedad.
También padecen la misma presión campesinos del Caquetá. Las disidencias de Gentil Duarte forzaron a sumarse a las marchas a los renuentes a dejar sus hogares. Primero, los concentraron en San Vicente del Caguán y, luego, los mandaron al paro de Neiva.
¿Y por qué ningún defensor de DD. HH. elevó su voz contra los carteles que distribuyen unos manifestantes en redes sociales para que maten policías? Como el del comandante de la estación de Piedecuesta. Bajo el rostro del oficial Jaime Andrés Pérez y su número de cédula, escribieron una frase acusándolo de torturador. Y rematan la imagen con “Ni perdón ni olvido. Castigo para los genocidas”.