Como carecemos de una cultura arraigada sobre los valores políticos, hay que recordar un texto constitucional: “Son Ramas del Poder Público, la legislativa, la ejecutiva, y la judicial (…) Los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas, pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines”. La primera dicta las normas generales y ejerce el control político sobre el gobierno; este ejecuta las leyes, mientras que los jueces “administran justicia”. Esta es la célebre división de poderes incluida en la generalidad de las constituciones, comenzando por la de Estados Unidos adoptada en 1787. Su justificación fue expuesta con claridad por Montesquieu en el siglo XVIII. En “El espíritu de las leyes” se lee que: “todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”. Como “las cosas” no se ordenan solas, o lo hacen de manera inadecuada, es menester establecer reglas para dividir el poder político entre varias instituciones. No se trata entonces de una mera cuestión técnica, lo es política en un sentido riguroso: se parcela el poder para evitar abusos. Un integrante del Centro Democrático ha presentado un proyecto de reforma constitucional para permitir que mediante referendo constitucional se deroguen sentencias de la Corte Constitucional que “interpreten” el alcance de los derechos fundamentales, tales como la paz, el libre desarrollo de la personalidad, las libertades de conciencia y de cultos, y la protesta social, entre otros; los mecanismos de participación ciudadana o el funcionamiento del Congreso. Entiendo que el partido cree que la iniciativa es inoportuna, pero ha señalado que la comparte. Este respaldo es suficiente para ocuparse de ella, a sabiendas de que si no ha sido aprobada en primera vuelta (cuatro debates) a más tardar el 16 de diciembre no podrá continuar su trámite en el siguiente periodo de sesiones. Caben dos objeciones a la reforma en curso. La primera consiste en que el referendo está regulado para introducir o derogar normas constitucionales o legales, no sentencias judiciales que, al menos desde la óptica formal, no son fuentes del Derecho; apenas lo interpretan, razón por la cual la jurisprudencia -lo dice la Constitución- constituye criterio auxiliar de la actividad judicial. Si el referendo se emplea para derogar sentencias se esfuma la independencia del poder judicial. La otra glosa consiste en que los mecanismos de democracia directa, de ordinario, funcionan mal: se prestan a abusos por quienes detentan el poder, agudizan las confrontaciones entre los diferentes sectores políticos, y pueden imponer a los ciudadanos el gravamen de decidir sobre asuntos de muy difícil comprensión. Los ingleses están horrorizados con el Brexit, que ha generado una crisis institucional sin precedentes. Los colombianos no podemos olvidar que el plebiscito sobre el acuerdo con las Farc fue un ejercicio que dejó fisuras enormes en la sociedad. Llenarnos de referendos contra las sentencias de la Corte podría ser muy dañino e implicaría migrar del Estado de Derecho al Estado de Opinión. La propuesta del Centro Democrático, sin embargo, parte de un diagnóstico implícito correcto: el abrumador activismo judicial contra la ley que es el producto por excelencia del Congreso. Por ejemplo, en fallo reciente el Consejo de Estado ha dicho que “debemos abandonar la idea decimonónica según la cual la ley como fuente por antonomasia en nuestro sistema, es la única fuente jurídica”. Desconoce ese alto tribunal que, al debilitar su valor, se coloca en rebeldía contra la Carta fundamental. Su decisión de auto dispensarse del cumplimiento de las leyes se justifica, entre otras razones, por la supuesta presión que sobre el legislador “ejercen los intereses corporativos, hecho que, sin lugar a dudas, erosiona el fin supremo de la seguridad jurídica del hombre común y obviamente del operador jurídico, quien se ve enfrentado a un sinnúmero de normas contradictorias y vigentes, en donde el dilema de cuál aplicar siempre estará presente”. De esta manera se nos conduce a una perversión que ya había mencionado Montesquieu: “No hay libertad si la potestad de juzgar “(…) estuviese unida a la potestad legislativa; el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario debido a que el juez sería el legislador”. Si las leyes no obligan a los jueces, se desquicia igualmente la democracia representativa. No es un asunto menor. Según la Carta Democrática Interamericana, adoptada en 2001 por unanimidad de los Estados miembros de la OEA, “El ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de derecho y los regímenes constitucionales (…) La democracia representativa se refuerza y profundiza con la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía en un marco de legalidad conforme al respectivo orden constitucional”. Uno de sus pilares es justamente “la separación e independencia de los poderes públicos”. Es inadmisible usar los mecanismos de la democracia directa para invalidar sentencias judiciales. Lo es igualmente vulnerar mediante decisiones judiciales el ámbito legislativo del Congreso sobre la base de una presunta ilegitimidad de la representación popular. El camino correcto es complejo: el establecimiento de foros institucionales para criticar, cuando corresponda, ciertas determinaciones judiciales buscando inducir por medios indirectos actuaciones de los jueces ceñidas de mejor manera al orden jurídico. Ese es el objetivo del observatorio constitucional que he venido promoviendo. Briznas poéticas: De José Emilio Pacheco: “Amanecer en Buenos Aires: Rompe la luz el azul celeste. / Se hace el día en la plaza San Martín. / En cada flor hay esquirlas de cielo”.