Otra vertiginosa semana del Gobierno de la destrucción, encabezada por la impresionante convocatoria e iniciativa popular del 21 de abril.

Un contraste macondiano. Inmanejable. Para los que hemos convocado y marchado contra este Gobierno desde el primer momento, queda la satisfacción de ver a cientos de miles de conciudadanos expresarse políticamente a través de la protesta pacífica.

Esos ciudadanos hoy creen, y están convencidos, que su movilización es relevante. Ahora deben empezar a creer que, si se activan política y electoralmente, apoyando económicamente a los partidos de oposición y preparándose para ser jurados y testigos electorales, lograremos impedir que la izquierda se perpetúe en el poder.

Pero debemos creer también que podemos cambiar todo lo que le gusta al actual Gobierno. No nos equivoquemos, la mayoría de las políticas de Petro ya estaban en marcha o habían sido implementadas antes por otros populistas, y existe ahora una oportunidad dorada, no simplemente para sacar a la izquierda del poder e impedir que vuelva, sino para cambiar de fondo muchas de las premisas socioeconómicas con las que se ha manejado el país.

Muchos quieren simplemente volver al inmediato pasado y consideran que no es necesario plantear nuevos consensos.

Pero el ascenso al poder de Petro no puede desligarse de fracasos importantes en la modulación y desarrollo del Estado social de derecho y del neoliberalismo económico a partir de la nueva Constitución.

Valiosos logros de la apertura económica, la desregulación y la agenda de lucha contra la pobreza quedaron truncos al combinarse o estrellarse con premisas de corte socialista, estatista y ‘dirigista’ que estaban incrustadas en nuestra sociedad y economía, cuyos fracasos, en parte, habían llevado al país a convocar la Constituyente.

Muchas de esas políticas sociales, laborales y fiscales que hoy se quieren exacerbar están, irónicamente, ligadas a la salida triste de la penúltima ensambladora nacional.

Y es irónico, porque fue en el marco del proteccionismo cepalista, en el que economistas como Ocampo y en parte Petro se formaron, que surgió el ensamble automotor nacional. Es muy probable que, sin las defensas arancelarias originarias, el emprendimiento de la primera planta de fabricación automotor, dedicada a vehículos Austin por allá en 1956, no hubiese sido posible.

Pero también es cierto que el prejuicio fiscalista, desde los inicios de operación en el gobierno de Lleras Camargo, con la noción tan afincada en nuestro país de que los vehículos automotores no son soluciones de productividad, sino privilegios de los ricos, llevaron a la imposición de una severa carga tributaria a la cadena productiva y al producto final, que siempre dejaron coja a toda la entonces “naciente” industria automotriz colombiana.

Hoy la “muriente” industria automotriz se despide del país, en medio del inútil y vacío soliloquio de este Gobierno sobre el renacer industrial del país.

Debemos creer que podemos reversar el derrumbe que, año tras año, durante las últimas dos décadas, ha sufrido nuestra capacidad generadora de alto valor agregado. Para lograrlo, debemos adoptar como prioridad obsesiva la competitividad.

Debemos creer que Colombia puede abandonar la ruta melosa y condenada al fracaso del populismo socialista y cambiar legislaciones laborales ultragenerosas en prestaciones y rígidas e inflexibles en la creación y terminación del contrato de trabajo.

Después de setenta años de persistir en la demagogia laboral, sin sorpresas, conquistamos la mediocridad. Tenemos empleados pésimamente formados por la tolerancia con la dictadura sindical de Fecode, acostumbrados a una mediocridad asegurada por los sobrecostos de la terminación del contrato laboral, costosos, con baja productividad y privilegiados por el “milagro” de tener un empleo formal.

El resultado es la falta de competitividad de nuestras manufacturas, el desempleo endémico y brutales índices de informalidad.

Al populismo laboral, se aparejó el populismo pensional con el absurdo régimen de prima media. Un engendro de inequidad que satisface la expectativa facilista de nuestra clase media de recibir sin aportar, sin importar lo que cueste y sin preocuparse por quien lo tenga que pagar.

A estos desastres populistas se sumaron altos costos fiscales asumidos por empresas formales como General Motors. Y se sumó la ineficacia del Estado en construir y mantener infraestructura productiva: vías, puertos, ferrocarriles, centrales de generación con energía abundante y barata, redes modernas y eficientes de transmisión de energía y tanto más.

Se sumó una cultura dialogante con el terrorismo y el delito que sacrificó el deber estatal de brindar seguridad y seguridad jurídica.

Y cuando, en épocas ya remotas, se abrió una corta ventana de apertura y desregulación, los populistas se dieron a la tarea de cerrarla, manteniendo un régimen laboral rígido, propiciando más Estado ladrón e ineficaz y enemigo del empresario.

Debemos creer que el camino es otro. Bajar radicalmente el impuesto de renta, flexibilizar el mercado laboral, romper el monopolio educativo de Fecode, promover una seguridad social basada en el ahorro y el trabajo y no en el subsidio, mejorar las infraestructuras como prioridad nacional y acordar, por fin, que la prioridad del Estado debe ser la aplicación de la ley a través de un sistema judicial y policial grande y fuerte y no su negociación con quienes quieren destruirlo.

Si creemos con convicción en estos cambios, GM y muchas otras volverán.