Ni en los escenarios más delirantes, el 7 de agosto de 2022 lleno de petristas triunfantes y plenos de nuevos simbolismos, nos hubiésemos imaginado que el primer año del gobierno del cambio culminaría de esta manera. La crisis de gobernabilidad que enfrenta, restando tres años de periodo presidencial, es solamente comparable con la que enfrentó Ernesto Samper en 1995.
Será el Congreso de la República quien determine la responsabilidad del presidente, si las pruebas que aporte Nicolás Petro son suficientes para su enjuiciamiento. Es aún temprano para anticiparlo y creo que realmente no aporta al país lanzar juicios -a priori- sobre la conducta del presidente. Será el tiempo, que en estas situaciones suele pasar de manera a vertiginosa, quien nos dirá el veredicto.
Pero existen suficientes elementos para analizar los acontecimientos en este primer año del Pacto Histórico en el poder. Un proyecto político que parecía haber llegado para quedarse muchos años y que, ad-portas de las elecciones regionales, parece enfrentar un veredicto muy adverso de los colombianos. Las actuaciones del presidente han contribuido, pero es la incongruencia en el alma de su proyecto político, la que ha generado una profunda herida en la credibilidad de los colombianos.
Gustavo Petro planteó su búsqueda del poder sobre la base de la necesidad de un cambio para lograr la igualdad a muchos colombianos, que por décadas se han debatido en la pobreza, sin muchas esperanzas. Su capacidad de convocatoria sobre jóvenes llenos de indignación y sin muchas esperanzas fue notable con una conexión, como nunca se había registrado, en la política colombiana.
Su otra agenda fue un persistente discurso sobre la ilegitimidad moral de los gobiernos que lo antecedieron. Se planteó cómo debían llegar al poder nuevos líderes, desconectados completamente de los vicios de corrupción, tráfico de influencias y otros males endémicos de la política colombiana. Una nueva moral se pondría al servicio del Estado y cambiaría indefinidamente la percepción de los colombianos.
En este primer año el país ha asistido a la trágica demostración de cómo muchos de los virtuosos “ángeles del cambio” pueden representar lo peor de las costumbres políticas de una sociedad.
Nicolás Petro no solo es el hijo del presidente y junto con Benedetti dirigió la campaña en la Costa Atlántica. La responsabilidad del presidente en su crianza es lo de menos: La pregunta aquí es cómo le permitió tener tanto poder dentro de la campaña y qué medidas no tomó para supervisar sus actuaciones -durante y después de ella- cuando el enriquecimiento parecía más que evidente. Sí desde 2014 tenía antecedentes, ¿por qué le permitió semejante responsabilidad? Los afectos del padre no pueden sobreponerse a sus obligaciones, frente al cargo más importante del país, mucho menos en un político tan avezado como Gustavo Petro.
Su demoledor discurso sobre la ilegitimidad de los gobiernos anteriores hoy lo golpea severamente. “No se puede obedecer a un presidente ilegítimo” declaró el 6 de julio de 2020, ante la presunta entrada de recursos para la compra de votos en la campaña de Iván Duque. La sola declaración de Nicolás Petro, de que parte de los dineros entraron a la campaña, pone a su gobierno en la misma situación de ilegitimidad que postuló.
Pero más allá del presidente, las actuaciones de muchos miembros del Pacto Histórico han mostrado que la ‘nueva moralidad’ es una farsa total. Senadores golpeando mujeres en estado de embriaguez; altos funcionarios que abofetean escoltas; ministras usando su poder para forzar la legalidad en salidas migratorias a menores; ministras haciendo contratos a la carrera antes de entregar el cargo; funcionarios aceptando -públicamente y sin sonrojarse- que es válido entregar puestos para lograr objetivos políticos. Ni hablar del caso Sarabia-Benedetti que generó otra crisis de inocultable vergüenza para el gobierno. Demasiados ejemplos para un año donde la opinión pública le está pasado una tremenda factura de desaprobación.
La ciudadanía ha identificado en el Pacto Histórico la contradicción ‘weberiana’ fundamental entre la moral de la responsabilidad -donde se toman en cuenta los defectos delos políticos, frente a sus acciones y responsabilidades- y la moral de la convicción -donde las actuaciones de los políticos se valoran desde sus sentimientos-. El proyecto político de este partido es esencialmente emocional y su éxito se planteó exclusivamente en tocar esas fibras en los ciudadanos. Ante la evidencia de sus propias desgracias, la respuesta no ha sido asumir las responsabilidades, sino achacárselas al mundo y a los medios de comunicación: “Yo no lo crie” podría ser un ejemplo clásico de la evasión como determinante de la moral de la convicción.
Pero, en esto últimos días hemos asistido a un cambio súbito del discurso petrista. El escándalo de Nicolás Petro explotó la doble moral revisionista de sus miembros más recalcitrantes. Ahora surge un discurso, con un novedoso argumento moral, donde “todos los presidentes han tenido en el pasado recursos ilegales en sus campañas, se deben juzgar todos”.
Se pretende abrir un juicio político para ensuciar irremediablemente la institucionalidad completa de la presidencia y así poder manejar el planteamiento de ilegitimidad presentado por Petro en el pasado, obviando las instancias jurídicas. Estrategia desesperada que evadiría las responsabilidades individuales -por ejemplo, caso Zuluaga con Odebretch- y pretende, para el presente gobierno, lograr algo de gobernabilidad sobre la base de generar una crisis de institucionalidad en el Estado.
Flaco servicio para la supervivencia de la nación, desde un proyecto político éticamente endeble, sin superioridad moral alguna.