La revista Semana reveló en días recientes una conversación telefónica donde dos hombres se ponen de acuerdo para darle muerte al hacker Andrés Felipe Sepúlveda dentro de la cárcel La Picota, mediante la programación de una visita femenina que lo hiciera salir de la celda donde se hallaba. Es asombrosa la frialdad con que planeaban el asesinato, a tal punto que el hombre que parece dirigir la operación manifiesta no tener inconveniente en “hacerle” con la dama acompañada de una niña. Pero del asombro se pasa al escándalo cuando al final este invoca a Dios, quizá porque al invocarlo encuentra una justificación moral al asesinato que planean: “bueno mi niño, mi Dios me lo bendiga”. (Audio 2) Es la frialdad del que mata convencido de que lo hace por una buena causa, y que para el caso en mención sería –hemos de suponer- “por el bien de la Patria”. El hacker Sepúlveda es un hombre que al parecer sabe demasiado, y la pregunta del millón es la que con tacto diplomático plantea Semana en el artículo citado: ¿Quién quiere matar al hacker? El quién parecería evidente, pero igual dicen que no conviene mencionar a Watergate delante de Nixon. Matar a otro por una buena causa no es nada nuevo, pues es el sustento de las guerras entre religiones o entre naciones desde el principio de la humanidad, donde actuar por un sentimiento patriótico o en representación de un Dios airado brinda patente de corso a ejércitos, legiones o comandos (según sea la ocasión) para hacer y deshacer. Incluso hasta el horror, como fue por ejemplo el intento de exterminio de Adolfo Hitler sobre el pueblo judío. La ‘buena causa’ consistía en que los judíos debían ser exterminados de la faz del planeta, y punto. Pero no hay que ir tan lejos en la historia para descubrir que eso de matar por una buena causa se sigue aplicando, y en Colombia tenemos un ejemplo –también horroroso- de hace apenas algunos años: los mal llamado ‘falsos positivos’. Las vidas de esas más de cuatro mil víctimas inocentes se convirtieron en simples instrumentos de propaganda al servicio de una causa, la de exterminar a la guerrilla de las Farc en nombre de una doctrina de clara inspiración fascista, la de la Seguridad Democrática. Una cifra por cierto bastante superior a la de muertos y desaparecidos durante la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, que rondó los tres mil. Durante buena parte del gobierno de Álvaro Uribe ocurrió que cada cadáver era expuesto como el de otro guerrillero muerto, y así la cifra de ‘positivos’ aumentaba a un ritmo vertiginoso y se incentivaba la moral del guerrero con “ríos de sangre”, que era lo que les pedía a las tropas (y conseguía) su comandante el general Mario Montoya, quien debió abandonar el cargo cuando su jefe directo el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, descubrió el sistemático genocidio y tuvo el coraje de destaparlo y adoptar las medidas correctivas pertinentes.  En este contexto ¿cómo entender que alguien como el procurador Alejandro Ordóñez, quien se proclama defensor de la vida –una misión en apariencia noble-, es partidario de conceder beneficios judiciales a los autores de los ‘falsos positivos’ mediante la calificación de estos delitos no como de lesa humanidad, sino como “crímenes de guerra”? ¿Por qué cárcel para la mujer violada que no quiso darle residencia en su cuerpo al embrión que le engendraron con violencia, pero sí trato jurídico preferente para los soldados y oficiales que asesinaron a sangre fría a miles de inocentes? Para Ordóñez toda forma de aborto es un asesinato, incluido el aborto terapéutico –o sea el que contribuye a salvar la vida de la madre-, pero pareciera que a los falsos positivos les concede la categoría de asesinatos terapéuticos, en cuanto a que habrían tenido la misión de contribuir a una causa en apariencia justa como la erradicación del terrorismo comunista, así para ello hayan recurrido a la práctica terrorista (solo que derechista) de matar a miles de justos para hacerlos pasar por pecadores.  En el escenario de esa cosmovisión autoritaria y muy cercana en lo religioso al franquismo, el intento –hasta ahora frustrado- de asesinato de Andrés Sepúlveda adquiere esa categoría ídem de noble y terapéutico, pues contribuiría a evitar que se conozca cómo ciertos sujetos estrechamente ligados a organismos de inteligencia militar habrían actuado durante la anterior campaña electoral ‘por el bien de la patria’, o sea tratando de propiciar el regreso de Álvaro Uribe al poder en la figura interpuesta de Óscar Iván Zuluaga y luchando secretamente para impedir la reelección de Juan Manuel Santos, como expuse en otra columna. Ello explicaría entonces los porfiados intentos del procurador Ordóñez para bloquear el proceso que la Fiscalía adelanta en torno al hacker (ver informe de Noticias Uno), y que promete brindar más de una sorpresa. Si de sorpresas se ha de hablar, también podría arrojarlas la investigación de la Fiscalía por el homicidio en la persona de Jaime Garzón, donde la captura del coronel Jorge Eliécer Plazas sería el eslabón que le faltaba a la cadena para unir en aparente causa común a las AUC comandadas por Carlos Castaño, la banda La Terraza de Medellín, el exasesor de inteligencia y subdirector del DAS José Miguel Narváez (nombrado por Uribe), el coronel Plazas ya citado, el general Rito Alejo del Río y… y de ahí para arriba amanecerá y veremos, como dijo Nixon. ¿Y de qué tipo de sorpresas estaríamos hablando? Bueno, que por ejemplo se llegara a concluir que el de Jaime Garzón fue otro asesinato terapéutico… DE REMATE: Al cierre de esta columna se supo que “el director del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC) ya no será más el brigadier general de la Policía, Saúl Torres Mojica”. La información de Semana.com agrega que “el oficial se vio envuelto en una difícil situación cuando salió a desmentir la existencia de un plan para asesinar al hacker Andrés Sepúlveda en el interior de la cárcel La Picota, pese a que el fiscal general, Eduardo Montealegre, aseguró lo contrario”. Sin más comentarios. En Twitter: @Jorgomezpinillajorgegomezpinilla.blogspot.com