Existen ciertos consensos básicos que es menester recordar: la “guerra contra las drogas” es un fracaso ostensible. En las cuatro décadas transcurridas desde que fue impuesta por Estados Unidos, el consumo mundial no ha disminuido. La estrategia para combatirlas se ha centrado en restringir la oferta, lo cual nos ha impuesto costos elevadísimos en términos de vidas humanas, deterioro ambiental, corrupción y daños institucionales.

Como es claro que carecemos de la autonomía política para superarla, es menester postular una nueva política mundial que no esté centrada en la represión de la oferta, sino en la regulación del consumo, y en la atención del problema de salud pública que afecta a unos usuarios, pero no a todos: ciertas drogas se emplean en contextos recreacionales sin que necesariamente se genere adicción. Hay que diferenciar drogas y usuarios. También reconocer que desde los albores de la humanidad se han usado sustancias para alterar la percepción y la afectividad.

Para modificar las absurdas políticas existentes se requiere una nueva conferencia en el seno de Naciones Unidas y, como paso previo, la conformación de una alianza entre países consumidores y productores con el fin de llegar a acuerdos básicos con antelación. Colombia y Estados Unidos son fundamentales en ese ejercicio. En contra de una creencia generalizada, estos podrían estar abiertos a la discusión. Saben que el desarrollo de sustancias sintéticas ha transformado la oferta con productos que se producen, más baratos, en su propio territorio, y que sus efectos son más nocivos, por ejemplo, que la cocaína.

A estas afirmaciones que gozan de aceptación general se añaden otras: los problemas generados por el cultivo de coca y la deforestación tienen un punto de confluencia en el deterioro ambiental, aunque son independientes entre sí y deben ser tratados separadamente: los cultivos ilícitos, por sí mismos, carecen de efectos ambientales; la deforestación tiene múltiples causas; la ganadería y la minería ilegales, también contribuyen.

A su vez, la descarbonización energética avanza por sus propios carriles; nada tiene que ver con los retos de preservar la floresta y afrontar la adicción a ciertas sustancias.

El presidente no discrepa de estos enunciados, aunque meterlos en un solo saco confunde y dificulta las soluciones, más todavía como efecto de la formulación de una teoría innovadora y explosiva. Esa tríada de asuntos es causada por el capitalismo. Léanlo conmigo:

“Proponen que el mercado nos salvará de lo que el mismo mercado ha creado. El Frankenstein de la humanidad está en dejar actuar el mercado y la codicia sin planificar, rindiendo el cerebro y la razón. Arrodillando la racionalidad humana a la codicia… Según el poder irracional del mundo la culpa no es del mercado, que recorta la existencia, la culpa es de la selva y de quienes la habitan” … ¿Quieren menos drogas? Piensen en menos ganancias y en más amores”.

Eduardo Galeano publicó en 1971 un libro icónico para la izquierda extrema: Las venas abiertas de América Latina. Allí escribió que “La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz, se especializó en perder…”

Galeano fue, a su vez, inspirador de García Márquez. Leemos en su discurso de aceptación del nobel de literatura en 1982: “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que, por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir… es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía… Nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, …donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad…”.

Parece claro que Petro, por el tono y contenido de su discurso, tuvo en cuenta estas dos fuentes, aunque no recordó que, pocos años antes de morir, Galeano desertó de sus antiguas ideas: “No volvería a leer Las venas abiertas de América Latina, porque si lo hiciera me caería desmayado… No tenía los suficientes conocimientos de economía ni de política cuando lo escribí”.

Académicos y literatos, como los citados, pueden asumir una vocería hemisférica sin problemas. Esa opción, sin embargo, está vedada a los presidentes de países individuales, a menos que hayan recibido un mandato político para hacerlo por parte de los demás gobiernos. Esto es particularmente cierto en el caso de la Amazonía. Cualquier cosa que se diga sin el beneplácito del Brasil es música celestial.

De otro lado, Petro propuso una idea correcta: la creación de un “fondo para la revitalización de las selvas”. Lástima que de inmediato la haya abandonado para plantear la condonación de la deuda pública externa. Por supuesto, no pudo referirse a la que está representada en títulos de deuda adquiridos por los particulares en el mercado, sino a las obligaciones contraídas con el Fondo Monetario, el Banco Mundial y el Interamericano, entre otros. Pedir su condonación es contradictorio con solicitar nuevos préstamos, lo que hacemos con regularidad para financiar proyectos que son importantes para el país. Las agencias calificadoras de crédito seguramente habrán visto con preocupación esa parte de la alocución.

En política, como en tantos otros ámbitos, no basta tener la razón, hay que saberla tener. El discurso en Naciones Unidas ―altivo, heterodoxo e inquisidor― puede ser útil para fortalecer la popularidad presidencial en ciertos sectores, no para ganar la buena voluntad de los países a los que se interpeló con notoria agresividad. Petro no fue ―no quiso ser― diplomático. En adelante tendría que actuar de manera radicalmente distinta. El objetivo tiene que ser buscar aliados, no meramente culpables.

Briznas poéticas. De Ana Blandiana esta abrumadora verdad: “El dolor no es contagioso, / Lo aseguro, el dolor no se transmite, / Ningún nervio retorcido en el cuerpo de mi prójimo / Despierta en mí desgarradores roces. / El dolor no es contagioso, el dolor / Aísla de un modo más atroz que los muros”.