Una de las acusaciones más frecuentes que recibo en los comentarios a mis columnas es que destilan un odio irracional hacia el expresidente Álvaro Uribe, y eso me inhabilitaría para criticarlo. Un cuñado que vive en Canadá se quejaba de mi “estilo agresivo”, y lo entiendo. Soy consciente de que esa impresión es legítima, pero la persistencia en el tema y el filo de la espada obedecen a que lo asumo como una misión ‘patriótica’, en cuanto a contribuir a que haya luz sobre dicho personaje y algún día se conozca la verdad. No mi verdad, sino la verdad histórica. Lo que mucha gente no sabe –y hasta hoy he procurado mantener en secreto- es que mi mejor amigo es un uribista convencido y confeso, y estoy seguro de que si él creyera que lo que siento hacia Uribe es odio irracional, ya me habría retirado hasta el saludo. Él me escucha muy a menudo perorar al respecto, y muchos de los temas para mis columnas incluso surgen de encendidas pláticas con mi más apreciado y enconado rival político. El amigo del que hablo es un habitante de Girón (Santander), miembro de una parentela de arraigada tradición católica, a la que las FARC estuvieron ‘visitando’ en la finca de su padre y ocho días después de la muerte de este llegaron hasta allá y se llevaron una camioneta de la familia. Se llama Julio César Duarte, alguna vez quiso ser concejal en representación de su Partido Conservador y aunque se ‘quemó’ en ese intento, no ha dejado de intervenir con ardentía en la política de su pueblo. Eso le alcanzó para ser nombrado secretario de Cultura en la alcaldía anterior, la del ‘Loco’ Luis Alberto Quintero, cargo que obtuvo porque –dicen los malpensados- escribió una carta al periódico El Gironés donde expresó su inconformidad con un artículo que criticaba al alcalde. A este amigo le he escuchado hablar del tsunami de optimismo que comenzó a vivir el país a partir de la llegada de Uribe a la presidencia, de cómo sacó a la guerrilla de las carreteras y fue posible ir a la finca a cultivar y hacer empresa, sumado a que rescató de las garras del terrorismo a Íngrid Betancourt y a los norteamericanos secuestrados y a no sé cuántas personas más. Yo le he concedido a mi buen amigo la razón en eso, sobre todo en que fue gracias a los golpes que les dio a las FARC que hoy están sentadas en La Habana conversando con el gobierno de Juan Manuel Santos. Pero he tratado de hacerle ver que a la par con esos y otros éxitos comenzaron a aflorar escándalos como el nombramiento del coronel Mauricio Santoyo (miembro activo de la Oficina de Envigado) en la jefatura de Seguridad de la Presidencia, o el de Jorge Noguera en la dirección del DAS (hoy condenado a 25 años por homicidio), o el rosario de políticos y funcionarios suyos enviados a la cárcel o huyendo de la justicia, o la ignominia de los ‘falsos positivos’ a cuyos autores el exmandatario sigue considerando “héroes de la patria” y “perseguidos por la Fiscalía”. Es entonces cuando mi amigo sale con que “esos son temas muy arrechos, mano; dejemos que la justicia se pronuncie”. Y en eso también tendría razón, si no fuera porque hay tantas fuerzas oscuras tratando de torcerle el cuello a la justicia. En ocasiones anteriores ha hablado de los “equivocados de buena fe” para referirme a aquellos uribistas que no son cómplices ni secuaces, sino personas confundidas por la aureola de santidad que le rodea. Y he advertido que son casi los mismos ingenuos que en 1998 votaron por Andrés Pastrana después de que lo vieron en una foto conversando con ‘Tirofijo', y confiaron en que votando por él Colombia comenzaría a vivir en paz. A eso le apostaron, y perdieron. El meollo radica en que esos mismos que cuatro años después –llevados por la desesperación y el miedo- votaron convencidos de que Álvaro Uribe conduciría al país por la ruta adecuada, también se equivocaron. Entre esos está el amigo referido, cuyo uribismo –en tratándose de un hombre inteligente- atribuyo en parte a que él y su familia fueron víctimas de la guerrilla, y en parte a esa misma fe católica de la que Uribe hace gala y ostentación, aunque en su caso con el propósito de obtener réditos políticos. El tema religioso es decisivo pues, como le he insistido a mi buen amigo de Girón, desde el comienzo de su carrera Uribe puso especial celo en exhibirse como un fervoroso católico mediante prácticas como el rosario (que hizo rezar a todo su gabinete tras el rotundo éxito de la ingeniosa Operación Jaque) o su devoción al hermano Marianito, y el resultado fue que en su primer gobierno había personas que se ofendían si alguien osaba siquiera criticar a su amado presidente, a quien le profesaban una auténtica veneración, como la que se le tiene al Dios supremo en toda congregación religiosa. Pero ‘don Julito’ –como acostumbro decirle- no se ofende cuando así me expreso, y la primera vez que escuchó de mis labios eso de que “los católicos creen en lo que no ven y los uribistas no creen en lo que ven”, se iba desternillando de la risa. Esa paciencia de franciscano de la que hace gala me ha servido inclusive para tirarle algunas líneas de agnosticismo, y ante la falta de réplica que recibo, me parece que quizá el mensaje pudiera estar calando. Sea como fuere, aquí se cumple el precepto de Anthony Bourdain: “No tengo que estar de acuerdo contigo para quererte o respetarte”. Los amigos son los hermanos que uno escoge, y es por eso que uno es capaz hasta de perdonarles a algunos su irresponsable uribismo. DE REMATE: Con Uribe ocurrió que muchos creyeron ver luz al final del túnel, pero fue como cuando “inauguró” el túnel de La Línea el lunes 4 de agosto de 2008. En un evento propagandístico transmitido por radio y TV anunció que se daban por terminados “70 años de proyectos e ideas en torno al megaproyecto que modernizará las carreteras en el país”. Pues ver para creer: la obra sigue embolatada, esta es la hora en que tampoco vemos luz al final de ese túnel. Y aunque sí la estamos viendo en torno al tema de la paz, también lo vemos a él tratando de regresar el país a los días de la oscuridad. En Twitter: @Jorgomezpinillajorgegomezpinilla.blogspot.comjorgegomezpinilla@yahoo.es