Quien suscriba esa fórmula -”Soy porque somos”- afirma su condición humana no como la de un individuo autónomo y libre, sino que la hace depender de un vínculo profundo con los integrantes de una comunidad. El “Yo”, entonces, queda supeditado al “nosotros”. Al asumir su candidatura a la vicepresidencia, la propia Márquez lo dijo con claridad: “¡Que viva el pueblo negro, que viva el pueblo indígena, que viva el pueblo campesino, que vivan las mujeres, que vivan los jóvenes!”
Cuando le preguntan por el origen de su ideario, acude a una doctrina de origen africano, denominada “Ubuntu”, a la que describe como una apuesta de vida que “nos enseña a vernos y construirnos en colectivo. A reconocer que soy en tanto ustedes son, que nuestra humanidad está entrelazada con la naturaleza, que somos parte de ella y no dueños”. Quizás para profundizar en esa teoría se realizará el viaje de la vice al África. Su aplicación para Colombia, que no es un país tribal, así tengamos tribus, luce remota.
La vicepresidente reúne, en un solo enunciado, fenómenos diferentes. Unas son las comunidades que giran en torno a factores étnicos, como las que conforman los indígenas en resguardos; otras las negras que conviven en territorios ancestrales; y otras más las de quienes se repliegan del mundo para vivir, en monasterios, conventos, comunas hippies o playas nudistas, ciertos estilos de vida. Sin embargo, es obvio que buena parte de los negros son multiculturales, en especial los que residen en el medio citadino; sus vínculos con sus comunidades de origen son laxos, refieren a la pobreza, que a muchos agobia, a la música, la literatura y a ciertos patrones de cocina y vestuario. Estos elementos son tan atractivos que, en muchos países, abundan las personas que se declaran negros. Por eso muchos negros e indígenas oficiales, en realidad, son blancos o mestizos, y, así ataviados, llegan al parlamento…
En contra de lo que afirma Márquez, los jóvenes, las mujeres y los campesinos, por el solo hecho de serlo, no configuran comunidades. Si así fuera, los ancianos, los varones y los artesanos también seríamos comuneros, lo cual privaría de sentido al lema vicepresidencial. Algo va de ser parte de una comunidad de vida a compartir un club deportivo o un sindicato.
Decir que los seres humanos conformamos una comunidad con la naturaleza es un disparate. Los vínculos asociativos se dan, exclusivamente, entre seres humanos. Si somos, en tanto humanos, parte de la naturaleza, está seria igualmente parte de la sociedad. Por supuesto, tenemos apremiantes deberes de protección de la naturaleza, pero para llegar a esa conclusión no se requiere violentar la lógica.
Pese a que no existen cifras para demostrarlo, puede afirmarse, con alta probabilidad de acierto, que quienes subordinan el valor de su existencia a la participación en una colectividad son una minoría. La gran mayoría de nosotros propondría el lema opuesto: “Soy porque soy”, es decir, mi valor como persona depende, exclusivamente, de mi condición humana; soy persona por el solo hecho de existir, y de ello tomo conciencia al pensar. Ya lo dijo Descartes: “Pienso, luego existo”. Y para incurrir en lo obvio, añado que los derechos humanos son de los individuos, no de las colectividades.
En apretada síntesis, esta es la primera objeción al modelo de sociedad comunitaria que la vicepresidente postula. Colombia, un país laico, inserto en la modernidad, abierto al mundo y preponderantemente urbano, no puede ser gobernada con las visiones excluyentes de una minoría que rechaza estos valores y características.
La segunda no es menos grave. Las instituciones que plasma la Carta Política han sido construidas sobre la base de que la única comunidad relevante para fines políticos es la nación. Lo dice desde su preámbulo: la Constitución se expide, entre otras cosas, para “fortalecer la unidad de la Nación”. Como integrantes de ella, y al llegar a la mayoría de edad, se nos conceden derechos políticos que son los mismos para todos, sean cuales fueren nuestros nexos colectivos, provengan ellos de factores que escapan a nuestro control, como la pertenecía a alguna etnia, ya porque hemos decidido asociarnos con otros cuando decidimos el curso de nuestras vidas.
Este principio de igualdad política ha sido complementado por las democracias liberales de diferentes maneras, entre ellas para imponer al Estado una obligación crucial: la de preservar la equidad en otros ámbitos, lo cual implica remover factores de discriminación como los que afectan en ciertas circunstancias -no en todas- a los integrantes de etnias negras, indígenas, raizales y gitanas.
¿Hasta qué punto ciertas propuestas gubernamentales buscan remover discriminaciones existentes, o, por el contrario, su posible efecto sea invertir el orden social para que los discriminados de hoy pasen a ser titulares de mejores derechos que los integrantes de las élites que obsesionan al Petrismo? Desde esta óptica cabe preguntarse si es válido conceder a comunidades étnicas poder de veto para la construcción de obras de infraestructura, o permitirles acceso a la contratación estatal sin cumplir los requisitos establecidos para proteger el interés público.
Más si lo anterior preocupa, causa estupor el artículo 21, par. 3 del Plan de Desarrollo presentado por el Gobierno. Allí se señalan las fuentes del Derecho de las comunidades raciales: “Palabra de Vida, leyes de Origen, Derecho Propio de cada Pueblo…”, las cuales serán vinculantes “para todos los actores públicos y privados en sus territorios y territorialidades”. Aprobar este texto causaría un agravio profundo a la unidad nacional; esta se sustenta en un solo sistema jurídico para todos, salvo en asuntos muy acotados en el seno de los resguardos indígenas y solo con relación a sus integrantes. Sin embargo, si se insistiere en su aprobación, la lógica implicaría darle un reconocimiento semejante a la Santa Biblia; ella recoge las convicciones de buena parte de los colombianos.
En el plebiscito del año pasado en Chile, los ciudadanos rehusaron una propuesta similar: convertir las etnias en naciones, lo cual hubiera significado, nada menos, que la fractura institucional de ese maravilloso país.
Briznas poéticas. Dice Nicolás Gómez Dávila: “Tratemos de adherir siempre al que pierde, para no tener que avergonzarnos de lo que hace siempre el que gana”.