Al ver la forma en la que la jueza tercera municipal en función de control de garantías de Bogotá manejó la solicitud de detención bajo condiciones especiales de Sandra Ortiz, ex alta consejera para las regiones de Gustavo Petro, involucrada hasta el tuétano en el escándalo de la Unidad de Gestión del Riesgo, llega uno a la conclusión de que, definitivamente, no existe en el país un consenso real de condena social al problema de la corrupción.
Inicialmente, la jueza había señalado que la sindicada tenía que ser detenida en la cárcel para mujeres de El Buen Pastor. Este establecimiento de reclusión consta de un pabellón para servidoras públicas donde probablemente tendría condiciones especiales, pero de todas formas la remisión a un centro de reclusión ordinaria de esta funcionaria, supuestamente muy comprometida en graves hechos de corrupción, sorprendió al país.
Y sorprendió a todo el establecimiento político, en particular al cercano al gobierno y potencialmente salpicado por sus escándalos de corrupción. ¿Estaría la jueza municipal dando, dentro de su fuero, aplicación aproximada a lo reclamado de manera altisonante en su momento por las huestes de Alianza Verde, a la que pertenecía Sandra Ortiz, durante la costosísima consulta popular promovida por Claudia López y Carlos Ramón González, entre otros?
Había que frotarse los ojos. Parecía increíble. Una altísima funcionaria vinculada por la fiscalía al mayor escándalo de corrupción de la época iba a enfrentar detención preventiva sin privilegios y gabelas. Bueno, tampoco se imagine el lector que la otrora poderosa y orgullosa consejera, quien supuestamente representaba el poder esmeraldero en el Gobierno Petro, templaría en cualquiera de los cinco patios de comunes o en máxima seguridad en el Buen Pasto. No, de seguro, lo previsto era mantenerle condiciones especiales al tenor de lo previsto en nuestro macondiando Código Penitenciario que en su artículo 29, y después del supuesto desarrollo legal de la famosa consulta anticorrupción (Ley 2014 de 2019), sigue estableciendo que en casos de corrupción: “La autoridad judicial competente o el director general del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, según el caso, podrá disponer la reclusión en lugares especiales, tanto para la detención preventiva como para la condena, en atención a la gravedad de la imputación, condiciones de seguridad, personalidad del individuo, sus antecedentes y conducta.”
La ilusión de que una persona del cinismo de Sandra Ortiz, quien tiene las llaves de gran parte de este entramado corrupto y que puede llegar a vincular al mismo presidente de la República —ahora que quedan pocas dudas de la posible vinculación como determinadores del ministro de Hacienda y el ministro del interior—, tuviese que enfrentar las consecuencias de la consulta popular que ella y su partido promovieron con su otrora y mentirosa superioridad moral, radicaba no solo en el castigo social derivado de ingresar, así fuera en condiciones especiales, a un establecimiento de reclusión nacional, sino en la dificultad para que se le negociara su silencio a esta pieza clave.
En efecto, siempre queda la impresión de que en las estaciones de policía o batallones donde se terminan recluyendo a los sindicados de corrupción resulta más viable la presión, la componenda o la intimidación de estos implicados. Desde las épocas de Fernando Botero en la Escuela de Caballería a hoy, queda el sabor de que en esos ambientes cercanos, poco regulados y apartados de la vista pública, resulta más fácil cuadrar versiones y alcances, y al final hacer nugatoria la labor de la justicia.
Pero como decía, los temblores de los salpicados y partícipes de la corrupción de siempre en el gobierno del cambio, duraron poco.
Imperaron sobre la jueza las justificaciones de siempre para el trato preferencial de los sindicados y condenados en los casos de corrupción. Inicialmente, la misma Fiscalía había pedido su reclusión en el Buen Pastor teniendo en cuenta que habría destruido pruebas de sus chats y que podría presionar testigos y la juez reconoció que la sindicada era un peligro para la sociedad y las investigaciones.
Pero algo cambió la opinión de la jueza. Posiblemente, sería el manido argumento de la seguridad. Dirán los especuladores que el asesinato del compañero sentimental de Ortiz, Juan Sebastián Aguilar, conocido con los alias de Pedro Aguilar o Pedro Pechuga, implica una condición objetiva de riesgo. Pero a la postre ¿verdaderamente es tan segura una guarnición militar o una estación de policía? ¿Es tan flojo el control de ingreso al mayor centro de reclusión de mujeres del país?
O estamos en la tolerancia y la manipulación de siempre de la clase política en los grandes temas de corrupción. Así como cuando se discutió la Ley 2014 de 2019 para cumplir los mandatos de la consulta anticorrupción y los congresistas intentaron manipularla para lograr el cometido contrario al sentir nacional, flexibilizando aún más las condiciones de detención preventiva y de condenados por corrupción. Pareciera que las instituciones son incapaces de realmente confrontar a los corruptos con el peso de la ley.
La corrupción sigue prevaleciendo porque ni en los partidos, ni en la justicia, ni finalmente en la sociedad logramos el rechazo contundente contra quienes caen en ella. Nuestras instituciones, las penas previstas para delitos de corrupción y las debilidades de la justicia realmente no intimidan al corrupto que sigue encontrando con sus equipos de abogados fáciles caminos para frenar la acción de la justicia y mitigar sus consecuencias en las raras y tardías condenas que profiere.