Hay quienes afirman que el presidente está fraguando una conjura para perpetuarse en el poder. No creo. Nada ha dicho que apunte en esa dirección. Por el contrario, ha invitado a las fuerzas que lo respaldan a organizarse para retenerlo en las elecciones de 2026. Es lo normal. No se juega a la política sin tener proyectos de largo plazo.
Y aun si tuviere esa pérfida intención, tendría que lograr la abrogación de una regla constitucional clarísima: la que prohíbe la reelección presidencial. Autorizarla solo podría hacerse mediante referendo o asamblea constituyente. No parece haber tiempo, y, menos todavía, aliados suficientes para ese objetivo.
La réplica es obvia: “Para un tirano en potencia, no hay talanqueras jurídicas. Mire usted los casos de Putin, Chávez y Ortega. Siempre cabe la posibilidad de un golpe de Estado”. Ese riesgo es inevitable, debo responder. Que ocurra o no depende del respaldo del que gocen los revolucionarios y de la legitimidad de las instituciones. En el origen de todo nuevo orden constitucional, siempre se presenta un acto de fuerza, el triunfo de una revolución. Demoler la Constitución de 1886, calificada como oligárquica y represora, fue el propósito del M-19, la guerrilla en la que Petro militó. Sin embargo, no se olvide que ese grupo armado se desmovilizó y ayudó a la construcción del orden político que nos rige.
¿Qué pesará más en el ánimo del presidente: ¿su condición de antiguo revolucionario o la de gobernante? Es un debate que, por ahora, considero prematuro.
En realidad, el problema que se cierne sobre nosotros, tal vez en el corto plazo, es el contrario: la posibilidad de que Petro sea removido del cargo. El motivo, recordémoslo, sería la comprobación de que los topes financieros de su campaña electoral fueron superados.
Las investigaciones que adelanta el Consejo Nacional Electoral podrían concluir que así ocurrió. Hay motivos para creer que ingresaron cuantiosos recursos que no fueron contabilizados, o que, manteniéndolos fuera de ella, se usaron para atender expensas suyas. Hablamos de los dineros aportados por dos organizaciones sindicales, de los gastos de transporte aéreo de los integrantes de la fórmula presidencial y sus asesores, y de la suma pagada a un conjunto enorme de testigos electorales. A lo anterior hay que añadir “las quince mil barras” de las que Benedetti habló a los cuatro vientos. Es de singular gravedad que, para evitar que la justicia lo interrogara, el Gobierno precipitadamente lo sacara del país. Difícil no imaginar un torvo pacto de silencio.
Las diligencias que adelanta el Consejo Nacional Electoral avanzan con celeridad y, según lo que leemos todos en los medios, se han consolidado hallazgos contundentes. El resultado probable, que podría materializarse en cuestión de semanas, consistiría, en primer lugar, en que la Fiscalía impute a Roa, en su condición de gerente de la campaña, la comisión de delitos electorales (a menos que lo nombren antes en alguna embajada); y, en segundo lugar, que se ordene el traslado del expediente a la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara, para que esta elabore un proyecto de acusación o, alternativamente, de absolución respecto de Petro y Márquez. Sobre ella resolverá la plenaria de esa corporación.
A partir del momento en que el CNE adopte las decisiones que le corresponden, que son las que acabo de indicar, o que, por el contrario, decida cerrar la investigación porque considera que no hubo anomalía alguna, temo que el clima de pugnacidad existente en el país subirá de punto.
Sería una ingenuidad pensar que lo normal es que las instituciones operen, sean cuales fueren las consecuencias, y que, por este motivo, no hay de qué preocuparse. Esta postura corresponde a la imagen clásica de la Justicia: una señora con los ojos vendados que sostiene en una mano una balanza y, en la otra, una espada. Esto significa que no le importa quiénes sean los actores del proceso, considera las distintas posiciones, y cuenta con el poder suficiente para ejercer su tarea.
Ojalá fuere así de sencillo. A menos que se le metan “palos a la rueda” para impedir que avancen las investigaciones (lo cual es posible), pronto estaremos discutiendo si el presidente y la vicepresidente deben ser removidos de sus cargos; si esa remoción no requiere que se les compruebe que supieron de esa eventual violación de topes; y, si ocurre uno de los escenarios posibles, cómo debe proceder el Senado para elegir a quien debe ejercer la presidencia hasta el fin del periodo actual.
Estas cuestiones son de alta sensibilidad política. Unos dirán que se hizo justicia, otros que hubo un fraude a la democracia. El discurso de que hubo un “golpe blando” será confrontado diciendo que se ha restablecido el imperio de la Constitución. Si las decisiones fueren las opuestas, se dirá que han fracasado las oligarquías en su empeño de derrocar a un gobierno de izquierda, o que esta ha logrado cooptar por medios corruptos al Congreso.
Tratemos, ciudadanos, de juzgar con ecuanimidad. Aun en circunstancias difíciles, los adversarios eso son, no enemigos. Tender manos a veces es mejor que empuñarlas. Preservar la estabilidad del país es un deber colectivo.
Briznas poéticas. De Roberto Juarroz, un gran poeta argentino: “Pensar es una incomprensible insistencia, / algo así como alargar el perfume de la rosa / o perforar agujeros de luz / en un costado de tiniebla”.