Para consolarme por haber arribado a la “ancianidad” (detesto la expresión “adulto mayor”), Luis F. y Luz E. me regalan la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. Sabían de mi interés por esa obra, y tal vez de mi reticencia a pedirle a M. los denarios para adquirir los cuatro tomos de la estupenda edición de Gredos.

Muchas son las evidencias de la importancia que en nuestra época se le concede al eminente historiador ateniense. Menciono una que me impresiona. W. H. Auden, ilustre poeta inglés del siglo pasado, en un poema destinado a lamentar el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, anotaba que sus contemporáneos no lo habían leído con atención. Una manera de indicar su pertinencia para entender las dinámicas que conducen a la guerra y, por implicación, las estrategias adecuadas para preservar la paz en medio de los inevitables conflictos. (En contra de lo que creen algunos, la paz no es la armonía social plena, que es una utopía, sino la ausencia de confrontación armada).

Tucídides es considerado el fundador de la historia científica. Superó a Heródoto que narró la guerra de Atenas contra Esparta otorgando a los dioses un elevado protagonismo, tal como lo hizo Homero en la Ilíada; la suya de ellos prescinde. Parte de la constatación de que existe una naturaleza humana, que explica la estructura de nuestra conducta, pero así mismo sabe que las circunstancias bajo las cuales actuamos son innumerables, y que la concurrencia de ambos factores explica la vasta diversidad de los acontecimientos.

Quiso que esa dilatada guerra entre Atenas y Esparta fuera un instrumento para entender, así fuere de modo conjetural y precario, las confrontaciones del futuro. Usó las fuentes disponibles con el máximo rigor posible para precisar los acontecimientos. Acompañó esos relatos con los discursos pronunciados por los principales protagonistas de la conflagración. Bien por haberlos presenciado, como el famoso discurso de Pericles sobre la democracia, o por haber recogido las versiones de los testigos directos.

Él mismo señaló que no garantizaba la veracidad de los relatos, pero sí su verosimilitud. Esa doble estructura de su obra, narrativa y discursiva, explica que, desde la antigüedad, haya sido leída por los estrategas militares para diseñar operaciones bélicas; y por los politólogos para entender la lógica subyacente en los conflictos internacionales y domésticos, las diferencias entre políticos radicales y moderados, así como la audacia —tantas veces dañina— de los demagogos y populistas.

En una columna reciente, Líder mundial, mencioné un episodio famoso: “El diálogo de Melos”, que lo es por la franqueza con que el imperio ateniense justifica, ante la delegación de la Isla de Melos —un actor irrelevante en la guerra— que deben rendirse no porque ellos tengan razón, sino porque la razón que les asiste es la fuerza. Este es el origen de las posturas realistas en la política internacional. Tucídides es el precursor más notable de Maquiavelo, el fundador de la ciencia política como una disciplina autónoma, distinta de la moral.

El realismo predomina en el ámbito de las relaciones internacionales y en las reflexiones al respecto. Robert Kaplan, un notable analista norteamericano, considera que los gobiernos deben estar guiados por la moral de los resultados, no en la de los medios, una postura acorde con las teorías de Tucídides y Maquiavelo.

La expresión “America First”, acuñada por Trump, suena odiosa por la agresividad que caracteriza a su autor, pero es la que todos los estados, con mayor o menor énfasis y cortesía, siguen. El campeón de las posturas idealistas en los Estados Unidos, el presidente Woodrow Wilson, tuvo escaso éxito. Logró el respaldo suficiente para la creación, en 1919, de la Sociedad de las Naciones, cuya misión principal consistía en prevenir el surgimiento de nuevas guerras, empeño que desdichadamente no se cumplió.

Como consecuencia de ese fracaso, sueñan algunas almas cándidas con la posibilidad de un gobierno único mundial. Su carácter utópico salta a la vista. Por paradójico que parezca, el equilibrio que se ha logrado con el “Tratado para la no proliferación de armas nucleares” de 1970, explica que las grandes potencias huyan de confrontaciones directas. Son conscientes de que aquel que actúe primero padecerá una retaliación equivalente en cuestión de minutos. Esta es la razón por la cual, desde 1945, no se ha lanzado ninguna bomba nuclear.

Las grandes potencias combaten por vías oblicuas. Por ejemplo, la guerra en Ucrania enfrenta a los países de la Otán con Rusia, sin ser actores directos. Tampoco —por ahora— lo hacen Irán y Estados Unidos en Palestina y el Líbano. Ojalá no suceda nunca. Ambos tienen capacidades nucleares; las tiene también Israel. Desde la crisis de los misiles instalados por Rusia en Cuba, ocurrida en 1962, nunca habíamos estado tan cerca de una inmensa catástrofe.

Para nuestro presidente, que es un idealista radical, aceptar que las armas sean un instrumento de paz, le debe causar repugnancia. Consciente de la irrelevancia de Colombia en los juegos mundiales de poder, opta por hablar a nombre de la humanidad, en el elevado tono de un profeta, para advertirnos el inevitable fin del planeta. Me recuerda a Joaquín de Fiore, un monje del medioevo, que, mediante complejas elucubraciones teológicas, pronosticó que el fin del mundo ocurriría en el año 1260. Andamos un poco desfasados…

En donde sí resulta la postura presidencial totalmente equivocada es en el plano doméstico. Andrés Pastrana se demoró en entender que el despeje del Caguán era un error garrafal, que fue utilizado por las Farc para fortalecer su poder bélico. Santos, por el contrario, aprovechó el garrote que el gobierno de Uribe les había dado, para lanzarles la zanahoria de la paz, aunque adelantó las negociaciones sin reducir la presión militar. Tuvo éxito. Los fracasos de Petro, derivados de la estipulación de ceses al fuego prematuros y de concesiones unilaterales, reflejan su incapacidad para interpretar las experiencias recientes, buenas y malas, de nuestro país. Al igual que Pastrana, acató tarde.

De pronto alguna persona cercana al presidente le obsequia la obra de Tucídides. De repente la lee. A lo mejor le sirve.

Briznas poéticas. Dijo Nietzsche: “No solo se ataca para hacer daño a alguien, para vencerle, sino a veces por el mero deseo de adquirir conciencia de la propia fuerza”.