“Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti. Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos. Puedes abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana que no puedes visitar ni siquiera en sueños. Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti, porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer. Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados. Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea para la felicidad”.
Kahlil Gibran
Este poema nos inspira una profunda reflexión sobre las luces y las sombras, las alegrías y las tristezas, que los hijos traen a nuestra vida, desde que llegan al mundo a través de nosotros; tal cual lo describe el poeta, nuestra vida cambia para siempre.
De igual manera, los hijos son aquel espejo en el que nos miramos, porque ellos también nos muestran nuestros errores y defectos, es decir, a través de ellos experimentamos nuestra humanidad absoluta.
Cuando damos a luz a un hijo, las mujeres atravesamos el camino más luminoso, existencialmente hablando, y a la vez, el más doloroso, biológicamente.
Es paradójico y hasta contradictorio, pues cuando una nueva vida es arrojada al mundo a través de nosotros, el alma se nos desborda de una felicidad y una plenitud jamás sentidas. Mientras tanto, simultáneamente, se nos desgarra el cuerpo de un dolor tan intenso, que no seríamos capaces de soportar, si no fuera por esa anestesia natural que brota de nuestro interior, que es el amor que todo lo sana y todo lo soporta.
Estas dos caras de la misma moneda son un presagio de lo que significará ser padres: abrazar la felicidad y el sufrimiento a la vez, pues cuando se ama, no se puede pretender abrazar únicamente la felicidad y la alegría, el amor siempre trae implícito el dolor.
El término ‘dar a luz’ fue utilizado por primera vez en los libros eclesiásticos por escritores místicos cristianos en el año 1628 y significa ‘alumbramiento’. En este sentido, desde ese momento nuestra misión como padres es alumbrar, iluminar y acompañar el camino de nuestros hijos.
Los padres, aunque no han cargado esa vida entre su vientre, sí la han nutrido de amor e ilusión, dando a luz también a ese hijo de modo espiritual, pues sin ellos esa vida no se hubiera podido crear.
Los hijos vienen a enseñarnos las lecciones espirituales más poderosas y, a la vez, las más dolorosas. La primera de ellas es que nacen a través de nosotros, pero no nos pertenecen, no son de nuestra propiedad, aunque desde que llegan a nuestras vidas nos referimos a ellos de modo amoroso, pero a la vez posesivo: “mi hijo, mi hija”.
La vida te presta el alma de tus hijos, para que te acompañen temporalmente por algunos tramos del camino de tu vida, pero cuando los sientes tuyos, se van, para recordarte que no los posees, que ellos pasan por tu vida y solo por instantes se quedan en ella, que llegan a la vida a través de ti, pero no son una extensión de ti.
Pasamos gran parte de nuestra vida construyendo sueños, ilusiones, planes e inclusive un patrimonio para nuestros hijos, y cuando llegamos a cierta edad, quizá ya cansados y jubilados, nuestros nidos se han quedado vacíos y en silencio, como señal de que la vida se va agotando, que el tiempo no perdona y que muchos sueños tienden a desvanecerse en el tiempo. Cuando hacemos planes del futuro, el destino muchas veces se nos ríe en la propia cara, enseñándonos que la incertidumbre y la vulnerabilidad estarán siempre al timón de nuestra vida.
De repente, te das cuenta de que tus hijos son como las golondrinas que se posan en tu ventana, la llenan de luz y de belleza; sin embargo, cuando la abres para atraparla, ellas vuelan tan alto y veloces, que puedes admirar su vuelo, pero no detenerlas ni tampoco impedirlo.
Algunos padres y madres dedican su vida entera a perseguir el progreso profesional y material, construyen casas grandes llenas de habitaciones para que, cuando sus hijos crezcan, puedan disfrutarlas junto a ellos y luego puedan gozarlas con sus nietos, pero cuando llega ese momento soñado, se descubren caminando por los pasillos de una casa vacía y solitaria.
Cuando nuestros hijos apenas aprendían a caminar, los llevábamos al parque para verlos dar sus primeros pasos, después los vimos correr, luego les aplaudimos cuando lograron montar su primera bicicleta, los ayudamos a levantarse en cada caída y pasamos noches en vela cuidando su fiebre, les dimos lo mejor que supimos y lo mejor que pudimos en nuestra frágil y vulnerable humanidad.
Cometimos errores y ellos también, nos lastimaron y los lastimamos, en algunos casos cumplimos sus expectativas y en otros quizá los defraudamos, así vamos tejiendo nuestras vidas entrelazadas a sus vidas, a veces en amor y armonía, y otras en desacuerdos, conflictos y dificultades.
Algunos hijos se parecen a su padre o a su madre y los llenan de satisfacciones, y otros son antagónicamente opuestos, tanto, que hasta hay padres que se preguntan: ¿cómo puede ser tan diametralmente opuesto a mí?
Algunos hijos honran los mismos valores enseñados en casa y otros los deshonran, algunos tienen los mismos valores y otros viven en antivalores, algunos tienen las mismas creencias religiosas y otros no creen en nada, algunos tienen las mismas elecciones en términos de identidad sexual y otros eligen un camino totalmente diferente. Y así, los hijos son un universo tan diverso y humano que pueden llegar a ser tu fuente de felicidad o tu fuente del más profundo dolor.
Tus hijos son la más poderosa escuela espiritual, pues es en ella en donde se pone a prueba el más grande amor, el amor incondicional que se siente por ellos, el cual es indestructible, infalible e incomparable con cualquier otro amor.
Aunque tu hijo no es de tu propiedad, aunque en ocasiones se aleje y en otras se acerque, aunque a veces te ame y a veces te odie, existe un cordón umbilical espiritual invisible, el cual fue creado por Dios con un propósito, el de aprender aquellas lecciones de vida, que ningún otro ser podrá enseñarte.
Los hijos son nuestros maestros espirituales, a veces nos enseñan con amor y otras con dolor, pero siempre, aunque no los hayamos elegido, ni ellos a nosotros, existe un propósito y un sentido en cada uno de esos vínculos que es eterno y sagrado, aun cuando ellos o nosotros ya no estemos en este mundo, siempre nuestras almas estarán eternamente entrelazadas. Desde el vientre hasta la vida eterna, por los siglos de los siglos, nuestros hijos, seguirán siendo esencia de nuestra esencia y a la vez los hijos de la vida.
Seguramente habrá muchos perdones que pedirles a tus hijos y ellos a ti, seguramente habrá muchos perdones que darles también a tus padres, inclusive más allá de la vida. Por eso, a medida que va pasando, la vida misma nos va enseñando la diferencia entre ‘desvivirnos’ por nuestros hijos y ‘convivir’ con nuestros hijos.
Cuando te ‘desvives’ por alguien puedes correr el riesgo de dar más de lo que recibes, hasta el punto de sentirte solo y vacío. En cambio, cuando ‘convives’ con alguien a quien amas, aprendes que el amor sano es recíproco, al igual que el respeto y el tiempo compartido. Aprendes que se tiene la mano suave para acariciar un alma, pero también se tiene la mano firme para poner límites cuando son necesarios, pues el amor, la reciprocidad y el respeto son los ingredientes necesarios para proteger la integridad de un vínculo.
Los adultos debemos entonces construirnos una vida propia, prepararnos para cuando el nido se quede vacío y aprender a regar nuestro propio jardín, pues no siempre nos traerán flores…
Nuestros hijos llenan de sentido nuestra vida y, a la vez, son los hijos de la vida misma, nosotros somos los arcos que al tensionarse deben lanzarlos para que vuelen tan alto como les sea posible para alcanzar otros horizontes, en los que ellos más adelante se convertirán en otros arcos.