Un vacío democrático que existe actualmente en Colombia y que es de público conocimiento es el hecho de tener unas instituciones estatales, vale decir, poder Ejecutivo, Judicial y Legislativo, más unos organismos de control, cuya característica esencial, en todos ellos, es su distanciamiento con la población urbana, rural y étnica.
Lo anterior pone en evidencia, y de manera especial, la urgente necesidad de un Estado social de derecho más cercano a la gente, sin corrupción, sin impunidad, sin violencia y sin tantas desigualdades sociales, tal como lo mandata la Constitución.
En otras palabras, el exagerado centralismo y formalismo que ha caracterizado a nuestro país en los últimos 200 años ha tenido de malo que ha limitado un mayor desarrollo de la democracia y ha facilitado el exagerado número de leyes que existen hoy en Colombia. Muchas de las cuales se repiten o se contradicen por la falta de conocimiento de quienes las promueven o las aprueban, lo mismo que los altos niveles de corrupción, despilfarro e impunidad que tenemos hoy en Colombia.
Poco a poco se ha ido cambiando la importancia del diálogo social directo con la gente o de nortes éticos como el valor de la palabra y de la transparencia por la arrogancia, la desidia o la soberbia a las que muy fácilmente están expuestos los altos servidores públicos a nivel municipal, departamental y nacional, creyéndose con ello que esos cargos son eternos y que no tienen principio y fin.
Desafortunadamente, hoy en Colombia, a muchas personas cuya característica de vida ha sido el estudio, el trabajo, el de crear empresas, generar empleo, en otras palabras, la de ser buenos ciudadanos y obrar de manera correcta, les viene dando pereza y temor el aceptar cargos públicos, así sean por elección popular o nombramiento.
La vida me ha enseñado que una persona de bien, que no tiene padrinos políticos y llega al Estado para cumplir y hacer cumplir los mandatos de la transparencia y del bien común, a veces tiene que soportar hasta el final de sus días las diversas investigaciones que les inician los organismos de control y judiciales del Estado por simples problemas procedimentales o porque sencillamente se atrevieron a tocar intereses de personas que siempre han concebido el Estado como su vaquita lechera.
Por otra parte, deberíamos corregir el error político que se cometió después de 1991, en donde, para postularse a un cargo público de elección popular, la persona previamente debe estar afiliada a un partido o movimiento político, rompiéndose así el principio democrático plasmado en la Constitución, del derecho de las personas a ser elegidas libremente por la población sin tantas ataduras y formalismos políticos, sino fundamentalmente de acuerdo a su historia de vida y nortes éticos que la hayan caracterizado.
Otro grave error político que hemos venido cometiendo en Colombia es el de aceptar la judicialización de la política, el de dejarnos dividir entre buenos y malos, según las opiniones políticas de los inquisidores que ofician como los dueños de la verdad o de quienes pretenden borrar o deformar nuestra propia historia republicana que —con todos sus defectos y dificultades— nos ha permitido tener una Colombia democrática, que sin duda puede ser mejor, si las personas de la diversidad política y social nos atrevemos a unirnos en la diferencia.
En esa relación de deberes y derechos democráticos, deberíamos solicitarles a todos los candidatos y candidatas a la Presidencia de la República en el 2026 que indiquen públicamente sus compromisos mínimos en materia de nortes éticos, de diálogo social, de trabajo coordinado y desarrollo de una política estatal de presupuesto participativo con los gobernadores departamentales y alcaldes municipales; lo mismo que sobre la rendición pública de cuentas sobre los recursos del Estado como un derecho de la población y un deber de obligatorio cumplimiento de los servidores públicos.
En ese orden de ideas, todos los candidatos y candidatas a cargos de elección popular tienen el deber democrático de decirnos públicamente cuáles son sus compromisos que permitan, en el futuro democrático de Colombia, tener un Estado a nivel nacional, departamental y municipal menos centralista, de paredes de cristal y más cercano a la gente.