Rutger Bregman nació en los países bajos apenas hace 32 años. Ha publicado cuatro libros, el último de ellos, Utopía para realistas (Salamandra. Barcelona, 2017), mereció que Steven Pinker, una especie de negacionista de las tribulaciones y catástrofes de la historia de la humanidad y devoto divulgador de todos los mitos del progreso, se ocupara de sus contenidos.
“Si estás aburrido de debates trasnochados, sobre derechas e izquierdas, disfrutarás del pensamiento audaz, las ideas frescas, la prosa vívida y los argumentos basados en datos que contiene este libro”, escribió Pinker. Sí, al menos Bregman no escribe libracos de 900 páginas con una sola idea.
Es realmente, el de Bregman, un libro fascinante, cuya lectura aconsejo a toda clase de lectores, como una herramienta para paliar el mundo contemporáneo.
Desde la muerte que Nietzsche le atribuyó a Dios, desde el invento de Carl Schmitt de que lo sagrado derivó en secular, y desde que el muro de Berlín fingió caerle encima, no a Stalin, sino al mismo Marx, desde entonces, digo, casi todas las ciencias sociales omitieron la redención como una posibilidad de la historia. Excepto la religión capitalista, por supuesto.
Desde la portada y totalmente en serio, Bregman propone una renta básica universal, es decir dinero gratis para todo aquel que lo necesita, suficiente y de por vida, para cada ser humano por el solo hecho de serlo.
Es decir, liberar a las empresas de todos aquellos estorbos que los salarios y otras rentas asociadas al trabajo imponen hoy a la productividad y la competencia.
Y lo más desconcertante: Bregman pretende convencernos de que su renta básica universal sería más económica que las deficientes políticas públicas de las precariedades sociales de hoy.
Partiendo de la base de que el futuro ya está aquí, pero “lo que pasa es que no está bien distribuido” (WilliamGibson) o que “la dificultad no estriba en las ideas nuevas sino en escapar de las viejas” o de que “el objetivo del futuro es el pleno desempleo, para que podamos jugar”, o aquella frase de Keynes que sentenciaba “que los hombres prácticos que se consideran a sí mismos exentos de cualquier influencia intelectual serán esclavos de algún economista difunto”. Bregman acaba recordándonos que, por descabelladas que parezcan, las ideas han cambiado el mundo y pronto volverán a hacerlo.
No terminan allí las audacias de nuestro autor. También propone una semana laboral de 15 horas y un mundo sin fronteras en el que los migrantes puedan ir y venir a donde se les dé la gana.
Y Bregman no está solo. Hasta hace unos pocos años, nadie había oído hablar de estos temas. Hoy la idea está en todas partes, y no solo por razones del coronavirus. En Finlandia, en Canadá, en Silicon Valley, en los países asiáticos. En estas épocas oscuras de Trump, brexit, Bolsonaro y Maduro, en las cercanías de la crisis financiera de 2008, en los bordes de la pobreza y la protesta social, las nuevas ideas parecen probables.
Bregman cree que los políticos son, somos, guardianes del pasado. La necesidad de reelegirnos siempre nos obliga a mantener márgenes lánguidos de imaginación. ¡Y de riesgo! En Mayo del 68, nos recuerda el autor, se gritaba en París: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. O “prohibido prohibir”. Cada remezón de la historia nació de un exceso callejero, es decir de una utopía. De algo imposible.
Desde que la izquierda adoptó, por Clinton o Blair, los discursos de la derecha, fue posible que se parecieran demasiado. El problema de los partidos políticos es que son indistinguibles. Nos falta apoderarnos de un imposible.
Es hora de cometer aquí utopías. De nuevos y esperanzadores relatos en este país en el que todo pasa para que nada pase.
*Esta columna de opinión no compromete la posición editorial de SEMANA.