No debería sorprender a nadie que un socialista, casado con la extrema izquierda más radical, compita a diario por el trofeo del cinismo y la incoherencia. Y que haga de la mentira y de correr la línea ética normas cotidianas de su vida pública.

Si por acá llueve, por España no escampa.

Pedro Sánchez vuelve a ser presidente sin haber ganado una sola elección. Será la tercera vez que jura la Constitución, que desprecia y humilla, con la desvergüenza de la que hace gala desde el día en que aterrizó en la arena política.

Su última jugada de tahúr le hizo ganar la partida a costa del Estado de derecho, aunque lo justifica en el exterior como una mano tendida para conseguir la reconciliación. El as bajo la manga suponía conceder la amnistía a quienes protagonizaron una intentona independentista.

Y como Pedro es un buen vendedor de falacias, asegura que es lo mejor para España. Algún incauto podría creerle si no escuchara la ensordecedora respuesta diaria de millones de españoles y repasara la hemeroteca reciente. Encontraría que Sánchez y sus ministros se pasaron la campaña electoral clamando que jamás propondrían tamaño adefesio por inconstitucional y por no existir en la legislación española.

Tanto les preguntaban sobre el particular que reviraban molestos con el periodista por insistir con la candente cuestión.

Pensaban entonces que obtendrían suficientes curules para seguir en el Palacio de la Moncloa con los apoyos parlamentarios de Bildu, la bancada que apoya a los terroristas de ETA, y de la ultraizquierda, incluido el Partido Comunista, que debería estar prohibido por ser idéntico al fascista.

Cabe recordar que España se rige por el sistema parlamentario: gobierna el partido que logre armar la mayoría en el Congreso si ninguno obtiene en las urnas más del 50 por ciento.

Pero Sánchez, que gobierna gracias a sus pactos Frankenstein, tuvo que dar un nuevo triple salto mortal porque no le salían las cuentas. Sumando los radicales de siempre, aún le faltaban siete votos para superar en el Legislativo a Feijóo, líder del PP y vencedor de los comicios.

Como desconoce la palabra honestidad, los principios, la coherencia y puesto que su único objetivo vital consiste en atornillarse al poder al precio que sea, cambió el discurso con su frescura habitual. Convirtió el rotundo No a la amnistía en una generosa y necesaria mano tendida a Carlos Puigdemont para lograr la concordia.

La verdad es que necesitaba a ese delincuente, condenado por el Tribunal Supremo y prófugo de la justicia, porque preside el partido de los siete voticos. Y su chantaje era de sobra conocido: le daría el apoyo si cambiaba el Código Penal para inventarse una amnistía que eliminara todas las condenas de él y su camarilla, además de otras exigencias.  

Pedrito corrió a sacar las rodilleras y enviar un lacayo a Bruselas, donde reside el prófugo (Bélgica refugia hampones y terroristas españoles, así como al corrupto Rafael Correa), para certificar que cedía en todo. El sillón presidencial, para el jefe del PSOE, está por encima de los intereses nacionales.

Obvio que el narcisista le cuenta al planeta que es la extrema derecha la única que se opone a sus designios, pero la verdad es bien distinta. No solo la oposición política repudió su transacción espuria, también magistrados de altas cortes y asociaciones de jueces manifestaron su rechazo por considerarlo un ataque directo a la división de poderes.

Lo mismo hicieron el sector empresarial, exdiplomáticos de carrera (en España son la inmensa mayoría de la Cancillería), intelectuales y académicos. Entre otras aberraciones del pacto, figura convertir “una actuación impecable” de las autoridades para defender el ordenamiento democrático y frenar el desafío independentista “en un ejercicio de represión arbitraria, ilegal y procesable”, como escribió el español Juan Pablo Fusi, miembro de la Real Academia de la Historia.

Porque la ley de Puigdemont, que ha rumiado durante su larga fuga unas desmedidas ansias de venganza, permitirá la persecución de jueces, fiscales y policías que cumplieron con su obligación constitucional.

Junto a lo anterior, el citado bandido incluyó en su amplia lista de pedidos –todos aceptados– que el resto de España pague las deudas de Cataluña y una financiación extra que supone enviarle unos 100.000 millones de euros, cifra escandalosa que obligará a que otras regiones financien a los catalanes.

“España nos roba”, era uno de los lemas de Puigdemont y su banda, que siempre se consideraron de mejor raza. Por eso, emplean el despectivo “charnegos” para referirse a los españoles que emigraron a Cataluña.

Por supuesto que lo acordado no soluciona nada porque Puigdemont, que alardeó de que lo perdonaban sin pedir perdón, no renuncia a la república de Cataluña ni a seguir vacunando al Gobierno cada vez que le provoque. Sabe, al igual que Pedro Sánchez y el PSOE, que los siete votos de un partido que escupe a España son los que decidirán el futuro de España.