El tema del aborto, luego de las candentes discusiones que causó, parece haberse enfriado un poco. Ello resulta natural. El debate en caliente es siempre interesante, pero conviene que la sociedad lo continúe con el sosiego que permite el día después de la batalla. Ello es particularmente necesario porque el tema no está jurídica, ética o técnicamente cerrado. La implementación de la sentencia de la Corte seguirá presentando desafíos a una sociedad que mostró profundas divisiones al respecto. La discusión sobre el aborto, de hecho, sugiere una pregunta ética conexa y de la mayor importancia. Se trata de examinar la coherencia de la doctrina moral de la Iglesia según la cual la vida es absoluta: mientras ello se sostiene con vehemencia en el campo de la moralidad sexual, no parece haber el mismo nivel de reflexión o compromiso en campos económicos o políticos. Veamos por qué: el día 4 de abril del presente año, el Ministerio del Medio Ambiente expidió la Resolución 601 de 2006, mediante la cual dicta “regulaciones de carácter general para controlar y reducir la contaminación atmosférica en el territorio nacional”. En especial, esta resolución busca establecer la norma nacional de calidad del aire. No se le escapará al lector la importancia del tema. La norma establece que el máximo permitido de PM10 (es decir, de partículas respirables cuyo tamaño sea igual o menor a 10 micras) es de 70 microgramos por metro cúbico. Parece ser, según los expertos*, que el estándar internacional en la materia es de 50 microgramos por metro cúbico tanto en países desarrollados como subdesarrollados. Ello implica que la norma que rige la calidad de aire de los colombianos permite un 40% más de contaminación en el aire por este tipo de partículas. Y ello hasta el año 2011, cuando el estándar nacional se debe ajustar al internacional. Según el Ministerio, no es posible adoptar el estándar internacional de concentración porque ello implicaría esfuerzos que la sociedad no puede asumir económicamente. Suena bien y razonable. Pero sigamos con el argumento: según esos mismos expertos, el permiso extra ocasiona, según cálculos estadísticos, entre 190 y 330 muertes por año en Bogotá, que se evitarían con el estándar más exigente. Según cálculos conservadores, por tanto, morirían algo más de 1.000 personas hasta el año 2011. Estas muertes, adicionalmente, tienden a ser de infantes, menores y ancianos de estratos bajos, ya que su condición de debilidad, aunada a la situación medioambiental de localidades como Puente Aranda, Fontibón y Kennedy, los convierte en la presa estadísticamente más probable. De aquí regreso a mi tema original, el del aborto. Una de las grandes posiciones que están sobre la mesa en relación con el derecho a la vida es aquella planteada por la Iglesia Católica. Es posible que su formulación más completa esté en la Carta Encíclica Evangelium Vitae, del Papa Juan Pablo II (1995). En ella se cuestiona agriamente al hombre contemporáneo por lo que denomina una “contradicción sorprendente”: al mismo tiempo que descubre los “derechos humanos” (las comillas son de la Encíclica), tolera y protege ataques brutales a los mismos. Estos ataques se concentran particularmente en una “conjura contra la vida” que se manifiesta en aquellas legislaciones que han despenalizado o que incluso promueven conductas tales como el aborto o la eutanasia. Según la Iglesia, estas autorizaciones legales constituyen “una verdadera amenaza frontal a la cultura de los derechos del hombre”. Es deber de la Iglesia, como en su momento protegió a los trabajadores en la Encíclica Rerum Novarum, salir en auxilio de esta nueva clase de oprimidos. La visión ética del documento eclesial es fuerte: el derecho a la vida es absoluto. Con esta premisa se busca desmontar el pretendido derecho de autonomía que tienen las personas y sobre el que se fundamenta usualmente el “derecho a morir” o las “libertades sexuales y reproductivas”. Pero aquí es precisamente donde quisiera destacar la pregunta ética: en la formulación de políticas públicas o decisiones privadas de negocio se puede calcular el impacto de las mismas sobre vidas humanas. Así, por ejemplo, menos medidas de seguridad (como el uso obligatorio de cinturones de seguridad), o normas ambientales menos exigentes, o protección industrial más relajada, ocasionan un cierto número probable de muertes. A cada una de estas vidas se le atribuye un cierto “valor”, de manera que se haga posible el análisis costo/beneficio que requieren estos ejercicios de racionalización y programación del gasto social y privado. Esta forma de análisis es hoy día moneda corriente en la toma de decisiones. Se podría decir incluso que no puede ser de otra manera. Pero, ¿es esto cierto? En los cálculos que acabo de definir se utiliza el concepto de “vida estadística”. Con el valor a ella asignado se toman decisiones sobre cuándo resulta costo-eficiente sacrificar vidas adoptando medidas más laxas de producción o regulación. Aunque no puedo probarlo en este momento, estoy seguro de que la cultura contemporánea “juega” más con vidas humanas mediante análisis costo/beneficio que mediante decisiones sexuales y reproductivas. Un ejemplo concreto es el que he ofrecido al comienzo de este artículo, al hablar de las partículas respirables en el aire. La gran paradoja ética que quisiera resaltar en este momento es que la teoría de la Iglesia parece más concentrada en el derecho a la vida cuando se conecta con la sexualidad de las personas que cuando éste mismo derecho se analiza en la toma de decisiones públicas y privadas. Una teoría completa sobre el valor absoluto de la vida colocaría a la Iglesia en el ámbito de discusiones económicas y políticas, y quizá menos en las esferas moral y sexual de los ciudadanos. Sus contradictores y amigos en este ejercicio también cambiarían. No ejercería control moral sobre mujeres jóvenes, sino que se enfrentaría quizás a las juntas directivas del mundo corporativo y político. Se requiere, sugiero respetuosamente, un “evagelium vitae” que encare este tipo de preguntas. Una sola es imperativa por ahora: ¿cuándo resulta legítimo y razonable hablar de “vida estadística” para tomar decisiones públicas y privadas? ¿Es moralmente correcta la decisión de la Resolución 601 de 2006 desde el punto de vista de los creyentes católicos? Aun más lejos: ¿hay límites jurídicos superiores a este tipo de utilización de la noción de “vida estadística”? *En la interpretación técnica de la norma sigo el interesantísimo artículo del profesor Héctor García Lozada, de la Universidad Nacional de Colombia y publicado en El Tiempo en su edición del 29 de mayo pasado. (*) Profesor de la Universidad de los Andes y de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Centro de Estudios de Derecho Justicia y Sociedad, DeJusticia. El Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (DeJusticia) fue creado en 2003 por un grupo de profesores universitarios, con el fin de contribuir a debates sobre el derecho, las instituciones y las políticas públicas, con base en estudios rigurosos que promuevan la formación de una ciudadanía sin exclusiones y la vigencia de la democracia, el Estado social de derecho y los derechos humanos.