Nos aterran las historias de hombres que mueren pasando la frontera entre México y Estados Unidos. Hemos visto decenas de documentales, informes de prensa y fotografías en las que se relata la tragedia de los migrantes que pagan miles de dólares a coyotes para pasar por el hueco. Niños en llanto perdidos de sus padres, cuerpos abandonados en el desierto, mujeres que se ahogan tratando de pasar el río Grande. Esta realidad nos parece dolorosa, increíble, lejana.
Lo aterrador es que exactamente la misma tragedia, en sus mismas dimensiones de miseria y desesperanza, se vive aquí en Colombia, enfrente de nuestros ojos, sin que nos hayamos dado cuenta de su magnitud. Una realidad que gran parte del país ignora.
El Darién se convirtió en la ruta por donde transitan diariamente cerca de 2.000 personas. Han llegado allí desesperados por el hambre, cargando a sus bebés en brazos, o con sus pequeños hijos caminando miles de kilómetros imposibles para el frágil cuerpo de sus edades. Hay jóvenes, personas mayores, profesionales de países donde sus títulos ya no valen nada y otros que ni siquiera pudieron terminar una formación básica.
De acuerdo con las estadísticas del Servicio Nacional de Migración de Panamá, citadas por Acnur, hasta marzo de este año habían cruzado el Darién 30.250 venezolanos, 23.640 haitianos, 14.327 ecuatorianos, 3.855 chinos, 2.543 indios, 2.499 hijos de haitianos nacidos en Chile y 2.072 brasileños. También han cruzado personas provenientes de Afganistán, Camerún, Somalia y Perú. Y colombianos.
Todos tienen orígenes, lenguas e historias de vida completamente distintas, pero exactamente el mismo anhelo: llegar a Estados Unidos detrás del “sueño americano”, convencidos de que en el país del norte podrán conseguir la vida de necesidades satisfechas y anhelos cumplidos que sus países les han negado.
Según ha documentado Médicos Sin Fronteras, hay varias rutas para atravesar la frontera. Desde Necoclí o Turbo (Antioquia), los migrantes toman una lancha hacia Acandí o Capurganá (Chocó). Desde allí empieza una caminata que puede durar de tres a seis días, aunque algunos migrantes pueden tardar más. Entre el lodo, los mosquitos, el clima selvático y el actuar de los grupos armados, los migrantes deben llegar a un punto conocido como Come Gallina (Panamá), en donde toman otra embarcación que los lleva hasta la comunidad indígena de Bajo Chiquito. Allí suben a otro bote en época de invierno o caminan en verano hasta la Estación de Recepción Migratoria de Lajas Blancas (Panamá). Los migrantes tienen que pagar entre 500 y 3.000 dólares, dependiendo de la nacionalidad del migrante. El Clan del Golfo es el grupo armado que domina este negocio.
Hay otra ruta más directa. De acuerdo con Médicos Sin Fronteras, los migrantes pagan entre 400 y 550 dólares por tomar una embarcación en Capurganá (Colombia) hasta Carreto (en Panamá). Luego caminan a través de la selva de dos a cuatro días y finalizan en la comunidad indígena embera de Canaán Membrillo. Allí, toman un bote, luego un camión del Servicio Nacional de Fronteras y luego un bus hasta la Estación de Recepción Migratoria de San Vicente. Este último recorrido puede tardar entre cuatro y cinco horas en invierno, pero hasta ocho horas en temporada seca.
Cada pasaje en bus o lancha puede costar hasta 90 dólares. Desde Panamá, les quedan cinco países más por atravesar: Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México.
En este recorrido, el abuso sexual, la violencia y la muerte están al acecho. Quienes mueren, quedan a merced de las aves de rapiña y los animales salvajes. Las mujeres son presa también de otros depredadores, los sexuales, hombres armados que las someten a todo tipo de vejámenes. Los niños muchas veces terminan caminando perdidos o separados de sus familiares. Esta ruta está llena de relatos de personas con piernas rotas que quedan tiradas a su suerte ante la imposibilidad de llevarlas a un lugar de atención, o de otras que mueren en caídas o ahogadas en el mar.
Ante este drama, el Gobierno de Panamá ha anunciado que cerrará la frontera para detener la migración.
El anuncio ha sido entendido como un terrible presagio de lo que vendrá. Hoy, municipios como Necoclí y Acandí son el escenario por donde deambulan miles de migrantes. Llegan sin nada, por lo que recurren a la mendicidad para sobrevivir. Arman sus cambuches en cualquier parte y de ahí recorren calles y establecimientos pidiendo dinero.
Estos municipios, que tienen poblaciones cercanas a los 70.000 habitantes, viven del turismo, y están recibiendo migraciones de hasta 30.000 personas por mes. La situación está destruyendo completamente el turismo, pues quienes llegan a buscar paisajes remotos y naturaleza, se encuentran de frente con estos viajeros ilegales. “Los migrantes están ocupando todos los lugares del municipio”, dice Jorge Tobón, el alcalde de Necoclí, quien pide que el Gobierno atienda de inmediato lo que sucede.
Cerrar la frontera es acrecentar la crisis. Hace dos años, cuando las empresas de transporte marítimo legal restringieron sus operaciones, más de 20.000 migrantes quedaron atrapados en Necoclí, y la situación sobrepasó cualquier capacidad de atención de las autoridades locales.
El Gobierno colombiano no puede seguir mirando lo que sucede como una realidad lejana y minúscula. Es hora ya de que el Gobierno nacional, la autoridad migratoria, las alcaldías municipales y toda entidad responsable de la atención de esta crisis pongan al Darién en el orden de prioridad.
No podemos seguir pretendiendo que las historias de abusos, de coyotes que explotan a migrantes, de personas que mueren tiradas en medio de la nada y de niños que llegan perdidos a la frontera, ocurren a miles de kilómetros de Colombia. Está pasando aquí, ahora, debajo de nuestras narices, sin que nadie haga nada.