Cuando Andrés Pastrana entregó a las FARC 42.000 kilómetros cuadrados en el Caguán, lejos estábamos de imaginar que ese acto de extrema ingenuidad, que le permitió a ese grupo guerrillero rearmarse y refinanciarse a través del secuestro y el narcotráfico, nos costaría a los colombianos dos décadas de horror. Dos décadas de fascismo. Dos décadas de uribismo.

Para entonces, Álvaro Uribe tenía tres tipos de reputación. Una que le proyectaban los medios como gobernador moderno, neoliberal de avanzada y congresista aguerrido. Otra como colaborador del cartel de Medellín, que le registraron la DEA y el Departamento de Estado en archivos recién desclasificados, y una tercera, entre los defensores de derechos humanos como potenciador de las Convivir y jefe natural del paramilitarismo. Para entonces ya se habían perpetrado las masacres de El Aro y La Granja por las que hoy se encuentra investigado. Este perfil psicopatológico lo convirtió en el candidato perfecto para devolverles a los colombianos la dignidad perdida en el Caguán.

Uribe presentó su candidatura presidencial en 2002. A pesar de su vehemencia por el fracaso de la Zona de Distensión, no despegaba en las encuestas. Pero Uribe es un hombre con suerte y las Farc han sido su jefe de debate. El 20 de febrero, tres meses antes de las elecciones, la guerrilla secuestró un avión, lo hicieron aterrizar en una carretera del Huila y se llevaron al senador Jorge Géchem Turbay, provocando la ruptura en las conversaciones de paz. Uribe supo capitalizar la frustración de los colombianos ofreciéndoles una salida definitiva: el aniquilamiento del grupo guerrillero. Enseguida se trepó en las encuestas y empezó la pesadilla. Con la ayuda de varios paramilitares, como consta en los expedientes de Justicia y Paz, Uribe ganó la presidencia en primera vuelta con el 54 por ciento de los votos. Ya en el poder, Uribe aniquiló el Estado de derecho, persiguió defensores de derechos humanos, arruinó el campo, arrodilló al Congreso, politizó la justicia, cooptó los organismos de control. El menoscabo de nuestras instituciones derivó en una violencia que ya nos deja millones de víctimas y decenas de miles de muertos entre militares, en su mayoría soldados, manifestantes, líderes sociales, sindicalistas, periodistas, indígenas y excombatientes.

En estos 18 años, Álvaro Uribe construyó una imagen abominable que proyectó este pasado jueves en un tuit lacónico en el que reconoció su tristeza por “el deterioro de su reputación”. Hizo méritos suficientes para alcanzarla, presidente: admitió narcotraficantes en el proceso de Ralito para que lavaran sus prontuarios y sus fortunas mal habidas. Compró su reelección en 2006. Su director del DAS, Jorge Noguera, puso la entidad al servicio de Jorge 40 y asesinó al profesor Correa de Andréis. Nombró como embajador a Salvador Arana, asesino de Eudaldo Díaz, alcalde de El Roble, que le suplicó en un consejo comunitario que le cuidara la vida. Sus funcionarios chuzaron opositores, periodistas y magistrados de la Corte Suprema. Sus hijos voltearon tierras de rural a zona franca. Con su “locomotora minera” adjudicó casi 9.000 títulos mineros que contribuyeron a deteriorar nuestros ecosistemas y se otorgó licencia ambiental al nefasto proyecto Hidroituango, que se construyó sobre las fosas comunes de los líderes ambientales y campesinos que se opusieron al proyecto.

En sus ocho años de gobierno se adjudicaron cientos de contratos a los corruptos hermanos Nule, se adjudicaron baldíos a potentados empresarios agrarios, se otorgaron subsidios multimillonarios a ricos terratenientes en el programa Agro Ingreso Seguro y se firmaron los tres proyectos más corruptos de la historia de Colombia: Reficar, Ruta del Sol 2 y el Túnel de La Línea. Como si fuera poco, sus dos jefes de seguridad están hoy condenados por narcotráfico y paramilitarismo. Una veintena de sus colaboradores fueron a parar a la cárcel sin que a él lo tocara nadie. Pero quizá lo más infame fueron los falsos positivos. Más de 6.000 jóvenes inocentes fueron fusilados y disfrazados de guerrilleros para poder mostrarle a la prensa y al mundo que Uribe estaba ganando la guerra a las Farc.

No aterra tanto su prontuario como el hecho de que el expresidente, exsenador y expresidiario esté triste por “el deterioro de su imagen”. ¿Qué pretendía, presidente?

Y eso que no profundicé en el prontuario de varios de sus familiares acusados de narcotráfico y paramilitarismo, ni en los subsidios que recibió su finca por 3.200 millones de su ministro de Agricultura, ni la última acusación por fraude procesal y soborno que lo puso preso por primera vez en su vida. Tampoco en la cantidad de contratos multimillonarios que han suscrito varios de sus congresistas, que con tanto ahínco lo defienden. Tampoco en la participación activa de una funcionaria de su UTL en el fraude electoral de 2018 en favor de su títere Iván Duque.

Aun así el triste, en el ocaso de su carrera, quiere seguir incidiendo en la política, no solo colombiana sino mundial. En días pasados le envió a Joe Biden, contra quien su partido desató una descarnada y mentirosa campaña en La Florida, una serie de consejos para que el presidente electo de los Estados Unidos guíe su política internacional. ¿Demencia senil o descaro puro?

Y a nivel local, ya prepara un referendo para acabar la JEP. Están saliendo tantas verdades a flote en ese tribunal que no se puede arriesgar. Además, la paz le estorba, le acaba el discurso, lo merma, le quita el poder. Por eso, su consigna es una sola: guerra, guerra, guerra. Aun así, después de hacer hasta lo imposible por llevarnos a la inviabilidad, tiene el descaro de repetir “mil veces” dentro de su estrategia goebbeliana: “Ojo con el 2022”. Sabe que perderá las elecciones, pero trata de asustar a Colombia con la figura de Gustavo Petro, como si la tierra pariera en la misma era y en el mismo país dos seres capaces de arrastrar a toda una nación al abismo. No, presidente, para su decepción, sin comunismo ni castrochavismo, sin destruir las empresas, como usted lo pregona, Petro reconstruirá a Colombia y aportará al mundo su parte para frenar el cambio climático.

No esté triste por su desprestigio, presidente. Se lo ha ganado a pulso.

Acepté escribir esta columna en SEMANA en solidaridad por los columnistas despedidos, bajo la condición de que me permitieran decir todo lo que pienso sin cambiar una sola coma. Debo advertir que no cobré un solo peso.

*Esta columna de opinión no compromete la posición editorial de SEMANA.