Se queja Álvaro Uribe, con acento dolido pero de resignación estoica: “La privación de mi libertad me causa profunda tristeza por mi señora (…) y por los colombianos que todavía creen que algo bueno he hecho por la Patria”. La palabra “Patria” escrita con mayúscula en su trino electrónico. Su señora, y la Patria; y él solo siente tristeza: no vergüenza por su propia conducta presuntamente criminal que lo llevó a sufrir esa grave decisión –unánime, vale la pena resaltarlo– de los magistrados de la Corte Suprema. Es un mártir de la Patria. El patriotismo es el último refugio de los canallas, decía, en frase famosa, Samuel Johnson hace tres siglos. El expresidente Álvaro Uribe, me parece, es un buen ejemplo.
Su ahijado el presidente Iván Duque se entromete con el mismo tono lastimero y patriótico en el Poder Judicial, dirigiéndose por televisión al país para pedir que la Corte Suprema “replantee” su medida de aseguramiento contra el senador y expresidente Uribe. “Como presidente –dice, hablando desde la altura del atril presidencial y arropado también él por una patriótica banderota de Colombia–, hago un llamado a la reflexión. Entiendo la independencia de poderes, pero espero que existan plenas garantías para que un ser humano íntegro ejerza a plenitud su defensa en libertad”. Cuando ese ser humano lo hizo en libertad, también ante la Corte Suprema, fue para mandar que le limpiaran los zapatos. Pero su pasado no se limpia tan fácilmente como sus zapatos (¿sus Crocs?). Es un pasado marcado, como por hitos de culpa sucesivos, por denuncias penales por toda clase de motivos: desde la cercanía y colaboración con los mafiosos del narcotráfico hasta el apadrinamiento de masacres y la creación de grupos paramilitares, pasando por el espionaje ilegal a las Cortes y por la compra de votos –los de los parlamentarios Yidis Medina y Teodolindo Avendaño para el cambio en la Constitución que permitió su reelección presidencial–. Uribe tiene nada menos que once procesos abiertos ante la Corte Suprema, como senador, y no sé cuántos más ante la Comisión de Acusación de la Cámara, como expresidente. No sé si el de violación, denunciado a medias por una de sus antiguas subordinadas, figura entre ellos. (Ni sé qué opinen al respecto su señora y la Patria).
De todos los cuales procesos el largo y enredadísimo que acaba de provocar –aunque no finalmente: es apenas una etapa en el paso pachorrudo de la justicia colombiana– su medida de aseguramiento en prisión domiciliaria para impedir que perturbe la marcha de la justicia es casi el proceso más insignificante: se le acusa solo de compra de testigos falsos y engaño a funcionarios judiciales. Pecadillos. Por el camino han ocurrido varios asesinatos de testigos, o de falsos testigos relacionados con el caso, pero Uribe no ha sido acusado directamente de ninguno de ellos. Pero lo malo no es que Álvaro Uribe sea malo. Sino que no está solo. “Uribe no está solo”, rezaba uno de los varios anuncios amenazadores que en su defensa, y en previsión de que la corte no cediera a las presiones para enterrar el caso, aparecieron a toda página en una docena de periódicos e inundaron las redes sociales –con fondo, ellos también, de bandera y de himno nacional–. “¡Uribe no está solo!”, salieron a gritar manifestantes en Medellín y Bogotá, y así se pronunciaron en el Parlamento los elegidos de su partido, el Centro Democrático. La enloquecida senadora Paloma Valencia lanzó un estridente llamado a la protesta, exigiendo la libertad de su jefe y proponiendo (una vez más) la convocatoria de una asamblea constituyente para reformar la justicia y, entre otras cosas, reducir las Cortes a una sola sala, más manejable. Pero no pasó nada.
Tampoco va a pasar nada. Uribe no está solo, pues independientemente de lo que digan las encuestas sigue contando con el respaldo y la obediencia de ese medio país, o más, que eligió presidente “al que dijo Uribe” sin importar cuál ni cómo fuera. Lo defienden periódicos, cadenas de radio y de televisión, columnistas de prensa, arzobispos. Hay una gran agitación, y hay quienes amenazan con una guerra civil. Pero no va a pasar nada. No pasó nada en Chile cuando detuvieron en Londres al exdictador Pinochet, que contaba con el amor de medio Chile. Ni en el Brasil cuando encarcelaron al popular presidente Lula. Ni pasó nada en el Perú cuando pusieron preso al “chinito” Fujimori, tan poderoso entonces y aún hoy que su partido, comandado por su hija Keiko (hoy presa ella también), sigue siendo mayoritario en el Congreso. En los últimos 20 años los jueces han metido a la cárcel por distintos motivos a unos 20 expresidentes, y hasta presidentes en ejercicio, en América Latina, desde Argentina y Paraguay hasta Panamá, Guatemala y México. Y no ha pasado nada. No pasará nada en Colombia. Lo siento yo también por la señora Lina, que va a tener que aguantarse a su marido Uribe un año entero en su casa.