En Colombia se suele mirar por encima del hombro a países como Ecuador, Venezuela y Argentina, en materia de libertad de expresión, considerada hoy uno de los indicadores más profundos para medir la calidad de la democracia. Somos muy buenos para mirar la paja en el ojo ajeno, mientras aquí, como se dice popularmente, el palo no está para hacer cucharas. En diciembre el Proyecto Antonio Nariño presentó por primera vez un índice que mide la libertad con la que informan los periodistas en el país, y el resultado es bastante precario. De cien puntos posibles, llegamos apenas a 50. El estudio, realizado por Cifras y Conceptos (que se puede consultar completo aquí), analiza cuatro variables: acceso a la información, ambiente general para informar, impunidad y agresiones. Las peores calificaciones las obtuvieron la impunidad, con 12 puntos, y el acceso a la información, con 38. ¿Qué quiere decir esto? Que a lo largo de muchos años, matar, amenazar, o atentar contra los periodistas les ha salido gratis a los criminales. Prueba de ello es que 15 años después ni siquiera se ha podido aclarar el crimen de Jaime Garzón, que estremeció al país. Imagínense lo que será el asesinato de un reportero en Arauca o en Chocó. Claro que la impunidad es un mal que afecta a todos los sectores, pero lo que quiero señalar es que esta ha sido, en el caso del periodismo, un incentivo para la autocensura. El caso de Orlando Sierra es también escandaloso. A la Fiscalía le ha tomado una década llegar a los autores intelectuales. Diez años kafkianos, llenos de vencimientos de términos, de testigos amenazados, de idas y venidas, a pesar de que desde el día uno del crimen todos los indicios apuntaban hacia el excongresista Ferney Tapasco, quien finalmente fue llamado a juicio el año pasado. La investigación por el secuestro y las agresiones que sufrió Jineth Bedoya dormía el sueño de los justos y si resucitó es porque ella misma, con el apoyo de organizaciones de mujeres y de prensa, se empeñó en saber quiénes pretendían silenciarla en el año 2000, cuando investigaba lo que ocurría con guerrilleros y paramilitares en las cárceles. Hay confesiones, testimonios, pruebas, y, sin embargo, no se ha llegado al fondo. El otro gran factor que raja a Colombia es el acceso a la información. A juzgar por los lánguidos 38 puntos con los que se evaluó esta categoría, la urna de cristal que prometió el presidente Santos está bastante opaca. Excepto Antioquia, en el resto del país la información que hay en internet (el famoso gobierno en línea) sobre contratos, políticas y decisiones de gobierno es ínfima y desactualizada. Como si fuera poco, cuando el ciudadano solicita la información a través de derechos de petición o tutelas, también le incumplen y por eso se han incrementado los procesos disciplinarios contra funcionarios que se pasan por la faja estas solicitudes. Los gobiernos colombianos sacaban pecho porque no tenía leyes de censura, pero la realidad es que los dejaron atrás países que las tuvieron bajo dictaduras y que hoy están a la vanguardia en transparencia. En Chile, por ejemplo, se ha avanzado tanto en acceso a la información, que la correspondencia electrónica entre funcionarios del gobierno es pública. Y no son pocos los países que exigen que congresistas y funcionarios de alto rango publiquen su patrimonio, para garantizar que no se engorden sus rentas y propiedades mientras legislan o gobiernan. Aquí la Constitución es amplia en garantías de acceso a la información y las leyes son regias. Pero en la práctica estamos mal. Porque ser transparente con la información es sobre todo una actitud política que nuestros dirigentes no tienen. Basta, si no, recordar que un popular presidente prometió mostrarnos su declaración de renta para que no hubiese ninguna duda sobre el origen de su riqueza. Todavía la estamos esperando. Twitter: @martaruiz66