Aprovechando la autorización que se concedió para la realización de actividad física al aire libre, la semana pasada decidí salir a trotar temprano en la mañana. El primer día salí muy juiciosa, completamente cubierta: manga larga, pantalón largo, pelo cubierto y tapabocas. Al principio sentí que tanta precaución era innecesaria porque las calles por las que iba estaban desocupadas. Cuando iba terminando creí que iba a ahogarme por ir bañada en sudor y con la cara tapada. Me puse furiosa de ver a tantas personas que estaban desobedeciendo abiertamente las indicaciones del Gobierno (Presidencia y Alcaldía). La mayoría de los hombres iban sin tapabocas, en pantaloneta y manga corta; muchas personas iban en parejas o grupos; había niños y niñas en el parque. La escena de una mujer gritándole a otra que era una desconsiderada y abusiva por haber sacado a su hija adolescente a la calle sin tapabocas me dio la imagen perfecta de lo que yo no quería ser: la que hacía el reclamo parecía completamente fuera de lugar frente a la cantidad de personas que no estaban interesadas en ajustar su comportamiento a las recomendaciones. El tercer día decidí salir sin tapabocas porque ya no aguantaba el ahogo y no parecía que a nadie le importara. El desasosiego de no cumplir la regla fue tal que no he podido salir de nuevo. Entendí que cuando se decía que lo que podía hacerse era “actividad física” y no entrenamiento de alto rendimiento, lo que quería decirse es que es imposible trotar con tapabocas y, por lo tanto, no se puede hacer. Esta experiencia muy personal con la regla, sus interpretaciones y posibilidades, me puso de presente lo que he leído recientemente sobre las cuarentenas y su utilidad para prevenir contagios. Las cuarentenas se han utilizado desde hace mucho y de muchas maneras para prevenir contagios. Lo que he aprendido recientemente sobre las cuarentenas para prevenir contagios es que su efectividad reside en el conocimiento: de quienes diseñan la medida y de quienes están llamados a acatarla. En las muchas cuarentenas a las que se sometió Europa en el siglo XIV para intentar contener la peste, los resultados fueron muy pobres: al fin y al cabo murió a causa de la enfermedad alrededor de una tercera parte de la población. En parte, el problema era que la medida principal de aislamiento debía ser en hospitales y limitada a personas con síntomas. Sin embargo, había muy pocos hospitales y el diagnóstico era tardío, según explica Harrison, el historiador de la Universidad de Yale, en su libro Contagion. La segunda medida que intentaban, la de encerrar al enfermo con su familia en su casa, según Harrison, tampoco lograba su objetivo: las personas usaban cuanto truco y estrategia podía ocurrírseles para escapar del encierro que literalmente les representaba una condena a muerte. No muy distintas son las conclusiones del profesor Reynolds de la Universidad de Toronto y sus colegas en el artículo que publicaron en la web en 2007 en la revista de ‘Epidemiología e infecciones sobre las cuarentenas de pacientes con SARS en Canadá‘. En un estudio con 1.912 pacientes encontraron tasas muy bajas de cumplimiento de las cuarentenas y todas las medidas indicadas por las autoridades de salud (alrededor del 16 % de los pacientes indicaron cumplir con todas las medidas) y tasas importantes de estrés postraumático asociado a las cuarentenas. Una de sus principales conclusiones es que el costo psicológico es tan alto y la ganancia tan baja, porque se incumple muchas medidas, que debe tenerse mucho cuidado antes de decidirse una orden de cuarentenas prolongadas y muchas medidas de seguridad para los individuos. Un elemento que ambos estudios ponen de presente es el papel del conocimiento. La principal razón por la que la medida de la cuarentena resultaba desastrosa en el caso de la plaga no era que las autoridades fueran mediocres o que las personas fueran salvajes. Harrison explica que, por lo que se sabe hoy, el tema era que la forma en la que se diseminaba la enfermedad no tenía mucho que ver con el contacto que hubiera entre las personas. Eran las ratas, aparentemente, las que cargaban la enfermedad de un lugar a otro porque llevaban a cuestas las pulgas con la infección. Reynolds y sus coautores también resaltan que la falta de cumplimiento de los protocolos de bioseguridad y los efectos traumáticos de las cuarentenas estaban relacionados con la falta de información de las personas a las que se les obligaba a cumplir con ellas. Aunque encontraron que la tasa de cumplimiento era superior a la cantidad de información que tenían las personas, también encontraron que estas entendían que la manera en la que las medidas las protegían, a ellas y a sus familias, tendían a cumplir más y a sentirse menos frustradas y deprimidas que las que no sabían por qué se les pedía tomar tantas precauciones. Interesantemente, las medidas menos cumplidas eran las que tenían que ver con aislamiento dentro del hogar y uso de tapabocas para relacionarse con miembros de la familia. La razón de esto era no contagiar a sus familiares cercanos, pero buena parte de los entrevistados creían que el aislamiento era sobre todo para proteger a terceros indeterminados. Volví a mis preguntas sobre el tapabocas y todo lo que sabía y no sabía sobre la pandemia en la que estamos. ¿Debo usar tapabocas aun si no hay nadie alrededor? Por lo que he leído, principalmente en el ‘New York Times‘, lo primero que es muy importante tener en cuenta es que el punto de vista que hay que asumir no es el del riesgo que uno pueda tener de contaminarse, sino el riesgo de que uno pueda contaminar. Los tapabocas son sobre todo útiles para impedir que salgan partículas de saliva con virus y caigan en superficies que otros puedan tocar. Lo segundo que hay que saber es que la dispersión de partículas de saliva que puedan llevar el virus depende de la velocidad a la que uno vaya. Si uno va caminando, dos metros de separación son suficientes. Pero si uno va trotando, puede ser que necesite hasta diez metros de separación. De nuevo mi fuente es el ‘New York Times‘. Entonces, claro, si no hay nadie alrededor, el tapabocas parece completamente innecesario. Pero, ¿cómo sé que no viene nadie detrás de mí a dos, cinco o diez metros de distancia? ¿Cómo impido al que está a más de diez metros que se acerque lo suficientemente lento como para ponerme mi máscara? Hay que usar el tapabocas siempre, precisamente porque uno no sabe. Ah, pero uno sí sabe que no tiene el coronavirus, pensarán algunos intrépidos (los hombres de veinte a cincuenta años que iban sin ninguna precaución). Error craso: los síntomas se demoran entre 3 y 15 días en manifestarse. “Pero no he salido, doctora”. Pero ha recibido el periódico, ha visto de lejos al portero, fue al mercado o recibió un domicilio. Todas ellas fuentes de infección silenciosas. Así que, de nuevo, hay que portarse como si uno ya tuviera el virus y fuera un gran riesgo de contacto para todos los que lo rodean. Lo que aprendí y nadie me había dicho realmente es que uno no puede hacer ejercicio significativo mientras usa un tapabocas. La sensación de ahogo, al menos en mi caso y con el tapabocas que llevaba, era insoportable. Es una vuelta larga para decir que si tan solo fuéramos más capaces de cumplir con medidas sencillas como la del tapabocas (bien diseñado y bien puesto sobre nariz y boca), tal vez podríamos evitarnos la traumática y traumatizante medida de la cuarentena generalizada. Pero cumplir con esta medida sencilla supone tener más información de la que parece que tenemos o estamos dispuestos a creer. Más educación sobre la pandemia puede ser una manera menos costosa de ir resolviendo la crisis.