La entrada de Vicky Dávila a la carrera por la presidencia de Colombia es buena para la política y para el periodismo. Pero todo es mucho más difícil de lo que parece. Me explico.

La participación de Vicky es buena para la política porque es un acto profundamente democrático. Una de las definiciones más citadas y minimalistas de democracia la realiza Joseph Schumpeter. El laureado profesor austriaco dice que la democracia es el “método mediante el cual la gente elige a sus representantes en elecciones competitivas para llevar a cabo su voluntad”. La aparición de Dávila en el estrado es la demostración de que todavía aquel que quiera ser presidente de Colombia puede buscarlo libremente, lo que confirma que aún vivimos en una democracia. Vicky se lanza al estrado porque está convencida de que ese es el lugar que le corresponde para contribuir a la construcción del país, y eso está bien.

La participación de Vicky en la política es buena para el periodismo porque rompe con un vínculo que podía ser malinterpretado por sus investigados y criticados, como el presidente Gustavo Petro, y que ponía en riesgo las muy valiosas investigaciones de su equipo en la publicación, las cuales han sido determinantes en la revelación de múltiples hechos de corrupción que rodean a esta administración. Si Dávila continuaba en la dirección de la revista, sus trabajos habrían sido reducidos por sus adversarios a ataques políticos y no como lo que fueron: el resultado de un impecable trabajo editorial.

En su búsqueda por la presidencia, y cuando formó equipo con Germán Vargas Lleras, el exministro Juan Carlos Pinzón me dijo que lo más difícil del ejercicio electoral era ser reconocido. Describió, acertadamente, que el escenario político muchas veces era como un teatro lleno de “micos” que hacían todo lo posible para que la esquiva luz del teatro se posara sobre ellos, y que aquel que lograra dominar el foco a punta de piruetas era quien lograba el éxito. Sin embargo, advertía que el problema de esa realidad es que, por lo general, esas maromas o hechos políticos no necesariamente correspondían a una política pública correcta, que a la larga es lo que necesitan los países. Vicky no tiene ese problema; es una mujer que, durante décadas, como resultado de su ejercicio en los medios, tiene un reconocimiento incluso superior al de muchos de sus adversarios.

Vicky tiene ingredientes envidiables en estas elecciones: canaliza mucho del descontento nacional con una administración con muy pocos resultados y abundantes escándalos, está fuera de las esferas tradicionales de la política en momentos en que los políticos tradicionales sufren una enorme crisis de credibilidad global, y es mujer, un activo gigantesco en tiempos en que las figuras femeninas como Claudia Sheinbaum, Kamala Harris y Marine Le Pen dominan gran parte de la conversación internacional. Está en el lugar acertado en el momento adecuado.

Pero política es política. Una cosa es estar frente al cañón de un medio de comunicación y con el respaldo que eso significa, y otra cosa es buscarse un espacio en esos medios que antes se dominaban. Una cosa es criticar con el blindaje social que da ser periodista y otra es medirse sobre política pública desde la llanura de la rivalidad y mezquindad política. También está por verse si la novedad que da ser un outsider le dure el poco más de año y medio que todavía queda para los comicios.

Vicky no es la única periodista que recorre estos caminos; de hecho, la profesión de periodista es la segunda más común que han tenido los mandatarios colombianos, únicamente después de la de ser abogado. Entre los casos recientes más destacados están los de Laureano Gómez, Andrés Pastrana y Juan Manuel Santos. Dávila no está caminando por un sendero desconocido.

Vicky acaba de sacudir el escenario político colombiano y ahora la derecha tiene el reto de absorberla y llegar unida a la pelea contra el representante de Gustavo Petro y del llamado centro por la presidencia. Si la derecha no comienza a depurar con su llegada y da pasos fallidos, simplemente habrá que quedarse sentado a ver cómo el jefe de Estado entroniza a cualquiera de sus leales lugartenientes. Suerte, Vicky.