Pide un alto al fuego mundial el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, y con él 53 países desde Alemania hasta Uruguay por orden alfabético (aunque no la China, ni los Estados Unidos, ni Rusia, ni los que están en guerra o financiando guerras). Lo pide también el papa Francisco desde la plaza de San Pedro en Roma, impresionantemente vacía. A escala local lo propone incluso, por Twitter, el senador Álvaro Uribe, tan enemigo de la paz (“frentero”, se ufana él) cuando son otros quienes la buscan. Y hasta el terco ELN, promotor de la guerra perpetua, ofrece por su parte un alto al fuego (aunque limitado al plazo de un mes, no vaya a ser que lo tomen demasiado en serio).
Frente a la pandemia del coronavirus solo persisten en el uso de la violencia el presidente Donald Trump, que como escribí aquí la semana pasada se empeña en el Destino Manifiesto de su America First: business as usual, o sea, guerra en todas partes; y las “fuerzas oscuras” que en Colombia siguen matando. En el mes que llevamos de confinamiento sanitario han sido asesinados ocho dirigentes sociales, campesinos, indígenas y defensores de derechos humanos en todas las regiones del país, en Santander y en Nariño, en Antioquia y en el Tolima. Y no cesa tampoco la matanza de exguerrilleros de las desmovilizadas Farc que han dejado las armas.
¿Quién los mata? Sigue sin saberse. El Gobierno se obstina en negar que exista un plan, porque según él no hay una sistematicidad en los asesinatos. Sin que haya sido detenido ningún autor intelectual (aunque sí varios autores materiales), los atribuye a un salpicón de organizaciones criminales –el Clan del Golfo, los Pelusos, los Caparrapos, los Rastrojos, o las disidencias de las Farc todavía alzadas en armas y los frentes dispersos del ELN–, y señala que sus motivos son de simple delincuencia común: narcotráfico, por supuesto, pero también minería ilegal, tala ilegal de selva, contrabando, extorsión, robo de gasolina, o, como decía aquel otro ministro de Defensa que tuvo este Gobierno, líos de faldas y robo de ropa puesta a secar. Tal como hace 30 años, cuando del exterminio de militantes del partido Unión Patriótica el entonces presidente Virgilio Barco acusaba a “fuerzas oscuras” inidentificables, y su entonces ministro del Interior César Gaviria decía que había unas 150, pero sin dar sus nombres ni sus propósitos. El Gobierno de ahora sí da sus nombres –Caparrapos, Butragueños, etcétera– y sus propósitos –el narcotráfico, etcétera–, pero es tan incapaz de perseguirlas como lo fue aquel. Porque no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Tal vez tendrán que pasar décadas, como sucedió en aquel entonces (y hasta ahora), para que empiecen a aparecer otros responsables de las matanzas, más allá de los sicarios detenidos (y pronto liberados o asesinados a su vez). Se empezó en aquel entonces por negar la existencia de los narcoparamilitares, es decir, de los narcos aliados con los paras, que a su vez se llamaban así porque eran aliados de los militares; y solo años más tarde vino el descubrimiento de que no solo sí existían, sino que tras ellos estaban también muchos políticos tradicionales, los de la parapolítica, que por esa alianza se llamaba así. Ahora parece que al Gobierno no se le pasa por la imaginación la posibilidad de que, como entonces, tengan cómplices los Caparrapos o los Urabeños, como entonces los tuvieron los paras de las AUC: hacendados, transportadores, notarios, policías, empresas mineras legales, tanto locales como multinacionales, y, por supuesto, políticos profesionales de diversos partidos. O tal vez –si me perdonan la sospecha– es justamente porque sí se le pasa por la imaginación esa impublicable posibilidad que ni siquiera la menciona. No recuerdo ya cuál era el jefe paramilitar que decía: “Nosotros veníamos matando, y detrás venían los políticos comprando a menosprecio las fincas abandonadas”.
Pero tal vez también haya entonces, dentro de algunas décadas, quienes nieguen que todo eso ha ocurrido. Como hace ahora el doctor Darío Acevedo, que para eso es director de la Memoria Histórica.