Por principios humanistas y democráticos, la población urbana o rural y las instituciones legalmente constituidas tenemos el deber de rechazar y condenar todas las manifestaciones de violencia que se vienen presentando en varios países del mundo, entre ellos Colombia, y de no tratar de justificarlas porque todas las violencias son malas y van contra el derecho de los pueblos a la convivencia pacífica.
En el caso de Colombia, son indignantes todas las manifestaciones de violencia urbana y rural que a diario se vienen presentando contra las mujeres, los niños o contra la integridad física o patrimonial de las personas, incluidos los policías y militares.
Las calles y carreteras están tomadas por asaltantes que, con uno u otro nombre o necesidad, quieren justificar su violencia contra los legales, haciéndonos aparecer, muchas veces, como si viviéramos prisioneros y llenos de miedo en nuestras propias casas o centros de trabajo.
De seguir por ese camino, vamos mal y cada día les daremos más motivos a quienes tienen por oficio hablar mal de Colombia, a relacionarnos como un pueblo de criminales y narcotraficantes y no como lo que realmente somos: un pueblo trabajador, estudioso, emprendedor, alegre y solidario. Esa es la verdadera Colombia del presente y del futuro y no la que nos quieren mostrar los violentos y narcotraficantes.
Como no se trata de meternos en la ley de la selva, ni de hacer justicia por nuestros propios medios, sino de cumplir con el mandato constitucional de que “la paz es un deber y un derecho de obligatorio cumplimiento”, es necesario que nuestros gobernantes, sean de izquierda, derecha, centro o independientes, procuren el acompañamiento de los organismos de justicia y control del Estado, de la Fiscalía, a fin de crear un equipo de fiscales y jueces que, con la colaboración de las autoridades militares, de policía, de los alcaldes, gobernadores, de la comunidad internacional y de las organizaciones relacionadas con la defensa de los derechos humanos, tengan como propósito fundamental la investigación y judicialización de todas las personas relacionadas con hechos de violencia, corrupción y despilfarro.
No olvidemos que los verdaderos enemigos de la democracia, de la paz y de la estabilidad de los gobiernos son aquellas personas que están relacionadas con el delito, la criminalidad organizada y la violencia que generan a diario, los grupos armados ilegales, la mayoría de ellos relacionados con el narcotráfico y no quienes en democracia piensan de manera diferente o son críticos al gobierno nacional, a algunas instituciones del Estado o a los gobiernos regionales o locales.
Son los grupos armados ilegales y los promotores de la violencia urbana y rural los que, por su propia esencia y origen, procuran siempre debilitar la credibilidad de la población en las instituciones democráticas del Estado, incluyendo el poder ejecutivo, judicial, legislativo y a las propias fuerzas militares y de policía.
La historia de los pueblos ha enseñado que, si actuamos con ingenuidad, tolerancia y candidez frente a los promotores de guerras, terrorismo, secuestro y demás expresiones violentas, las consecuencias a la larga serán de dolor y lágrimas para la población y de descrédito para la democracia y la comunidad internacional, incluida Colombia.