En aquellos días inocentes del comienzo de la pandemia, algunos altos funcionarios ofrecieron donar una parte de sus salarios. Esa noble idea evolucionó hacia otra muy diferente: la imposición de un tributo temporal que gravita sobre empleados públicos, contratistas del Estado y pensionados. Esa acción ha tenido varias consecuencias negativas.  Como era previsible, la Corte anuló el decreto por discriminatorio: grava los servidores del Estado y no a los particulares que devengan los mismos salarios; y viola la prohibición de afectar los derechos de los trabajadores mediante decretos de emergencia económica. Implicó comprar, a cambio de muy pocos recursos, la antipatía de maestros y empleados judiciales, que son los campeones de las protestas callejeras. Además, le sirvió en bandeja de plata a la oposición la oportunidad de presentar unas reformas tributarias bastante discutibles. Estamos, pues, metidos de cabeza en unos debates que ya no hay modo de detener, en especial después de que en el Marco Fiscal de Mediano Plazo se dijera, como es inevitable, que el gobierno necesitaría un incremento sustancial de recursos en los próximos años. Así las cosas, sorprende que nada haya dicho el Presidente al instalar el Congreso sobre las acciones fiscales que habrá que adoptar para corregir el crecimiento exponencial de la deuda pública y rehabilitar el crecimiento económico, tareas ambas que tomarán varios años. Asombra también su silencio sobre la solución de problemas estructurales, tales como el pensional y el laboral. Es comprensible que, como estamos en el peor momento de la pandemia, buena parte de las energías del gobierno se consuman en las tareas de gerenciar el día a día. Tanto con lo que tiene que ver con las acciones de salud pública, que son muy visibles, como otras de enorme importancia que no se divulgan de manera suficiente. Por ejemplo, los denodados esfuerzos que se despliegan entre varias dependencias estatales y los bancos para llegar con ayudas monetarias a los tres millones de personas beneficiarias del programa Ingreso Solidario.  Una mejor difusión de logros y retos, que son tanto logísticos como financieros, mucho ayudaría para que el país entienda que es mejor avanzar en el fortalecimiento de la red de protección social existente, que inventarnos, a partir de cero, una renta universal básica. Dicho lo anterior, es evidente que se requieren amplios debates sobre los temas estructurales, aquellos que existían antes de la emergencia sanitaria y que esta profundiza, en especial las reformas necesarias en todos los ámbitos de la fiscalidad: ingreso tributario, gasto público, recomposición del portafolio de inversiones de la Nación, administración tributaria y finanzas territoriales. En el recurrente tema de los impuestos nacionales es obvio el agotamiento de la estrategia, utilizada sin éxito en dos ocasiones, consistente en manejar con riguroso sigilo un proyecto de ley para presentarlo al Congreso al fin del año entrante, asumiendo que lobistas y parlamentarios no tendrán tiempo para reaccionar, y que el gobierno saldrá adelante con su iniciativa, esta vez en pleno año preelectoral… Esta vez todo es diferente. Tenemos un problema social y económico de dimensiones ignotas. Sus repercusiones sobre el Fisco son gigantescas. Como los recursos no se requieren de inmediato, ya que estamos financiando los programas sociales emergentes con deuda, y todavía navegamos en medio de la tormenta, el reto es hacerlo bien, no pronto. Por eso el gobierno debería convocar, a partir de los elementos de una propuesta integral, a los sectores relevantes de la sociedad civil, a los actores políticos y a la academia para que discutan y procuren acuerdos, así sean parciales. Habiendo anunciado que ese no es su curso de acción, otras instituciones deberían tomar el liderazgo. Pienso en Fedesarrollo, Anif, el Consejo Privado de Competitividad y en varias universidades.  Como las cuestiones fiscales son de la esencia de la política, conviene politizarlas de mejor manera: desde ya y con todos los actores relevantes. Será un arduo proceso. Aunque nadie pondrá en tela de juicio la conveniencia de que el Estado central tenga un portafolio de activos estratégicos, la cuestión es cuáles. Ya no deben quedar nostálgicos de Telecom y Colpuertos. ¡Pero no se metan con Ecopetrol y sus filiales!  dirán de manera intransigente algunos, sin entender que esas inversiones pierden valor inexorablemente y que la rentabilidad social en infraestructura es mucho mayor que en hidrocarburos. Se sostendrá por un sector que el IVA es regresivo y que debe ser reducido cuando no eliminado; desde la orilla opuesta se intentará demostrar que el juicio de progresividad debe realizarse teniendo en cuenta el efecto conjunto de los ingresos fiscales y el gasto público. Y que la regresividad inherente a ese tributo puede ser neutralizada con el concurso de las nuevas tecnologías digitales para que los pobres no lo paguen, pero sí, en cifras mayores, los sectores medios y altos de la población. A los sectores ortodoxos los dejarán estupefactos ideas tales como establecer tarifas de renta diferenciales para sociedades e impuestos patrimoniales para las empresas. Les parecerá absurdo transferir a las empresas el criterio de progresividad, que no son otra cosa que vehículos para generar ingresos que finalmente llegan a personas físicas respecto de las cuales tiene sentido que el esfuerzo tributario sea más que proporcional. Y que gravar el capital productivo es un grave error. La reforma de la administración impositiva comienza a arrojar resultados interesantes que deberían divulgarse con amplitud. Y avanzar pronto en otros campos, tales como la erradicación plena de los pagos en efectivo en la adquisición de inmuebles.    Intimas reflexiones.  En tiempos de pandemia leo a Cicerón: La vida entera del filósofo consiste en una larga meditación sobre la muerte, postura que coincide con el desprecio a la vida terrena de una vertiente del cristianismo, que es la de San Agustín, pero no la de San Francisco. Respecto de este debate sigamos a Montaigne: la muerte es efectivamente el final, pero no la finalidad de la vida.