No se le ocurrirá a nadie dedicar parte de su tiempo a confeccionar su propio vestuario o, salvo en circunstancias muy específicas, a cultivar los alimentos que necesita.

Le resultará mejor vender su fuerza laboral, o el producto de su trabajo, para con los ingresos resultantes comprar prendas de vestir y comida.

Esta simpleza se denomina teoría de las ventajas comparativas, la cual aplica también a los países que se especializan en producir aquellos bienes en los que son más eficientes para atender tanto el mercado interno como el foráneo. Los recursos que reciba en divisas los utilizará para adquirir en el extranjero aquello que necesitan, pero no pueden producir o hacerlo con eficiencia.

Por esta simple razón cultivamos café para los mercados externos, pero importamos cebada. Una teoría emparentada con esta sostiene que conviene a los países atraer recursos extranjeros cuando el ahorro interno es insuficiente para financiar sus necesidades de inversión.

Después de la Segunda Guerra Mundial se pusieron en funcionamiento tres instituciones fundamentales que mucho le han servido al mundo: El Banco Mundial, para canalizar recursos, primero a la reconstrucción de Europa, y, luego, a financiar el desarrollo de los países pobres. El Fondo Monetario para apoyar los países que por diversas circunstancias tengan dificultades para honrar sus deudas en el exterior.

Y, más recientemente, la Organización Mundial de Comercio, para establecer reglas de juego en el comercio internacional y así evitar que el pez grande se coma al chico. A veces no se logra.

Apenas hay que recordar que la casi totalidad de los países del mundo hacen parte de esta organización, prueba inequívoca de que consideran que el flujo del comercio internacional, libre pero sometido a sus regulaciones, es una buena opción. Los hechos lo confirman. No existe hoy ningún país con un ingreso per capita elevado que no sea una economía abierta. Y lo que es todavía más interesante: sirve para sacar de la pobreza a millones de personas, como ha ocurrido en décadas recientes en China y la India.

Aunque Colombia es miembro fundador de la OMC, sucesivos gobiernos han adoptado la estrategia de negociar con sus principales socios comerciales tratados de comercio e inversión.

Lo han hecho por dos razones: avanzar más rápido que la OMC, la cual, como adopta decisiones por unanimidad, marcha a la velocidad del más lento de sus miembros; y negociar accesos preferenciales a países o grupos de ellos tan importantes como Estados Unidos y la Unión Europea.

Desde el día uno nuestros productos ingresan sin pagar impuestos a sus mercados, pero los suyos están condicionados a que transcurran los plazos que se consideraron adecuados para que los productores nacionales puedan competir en mejores condiciones.

¿Cómo nos ha ido con el TLC con los Estados Unidos? Pésimo según sus opositores: la balanza comercial, que era superavitaria cuando ese instrumento entró en vigencia, ahora es deficitaria. “¿Qué más pruebas quieren?”, nos dicen.

En realidad, si se excluyen las exportaciones de minerales e hidrocarburos, cuyos flujos no están regulados por el tratado, nos ha ido regular. Sin embargo, en nuestro comercio con el mundo tenemos un déficit comercial enorme. No somos, con pocas excepciones, exportadores eficientes.

Muchas son las razones. La principal de ellas es que la productividad -lo que en promedio por unidad de tiempo producimos los colombianos- se encuentra estancada como consecuencia de la informalidad, problema que ninguno de los gobiernos recientes ha podido resolver. Tampoco somos competitivos: la suma de costos y gastos asociados a la colocación de nuestros productos en el exterior suele ser más elevada que la de nuestros competidores.

Seguimos obsesionados con la idea de que las pymes sean exportadoras, sin advertir que el mercado internacional requiere volúmenes mínimos, entregas a tiempo y calidades homogéneas, requisitos que estas empresas difícilmente pueden cumplir. Si a eso se añade una protesta social que impida que la mercancía llegue al puerto en tiempo, de malas como la piraña mueca.

El barco se va sin nuestra mercancía. Se requerirán años para recuperar los clientes (y los empleos perdidos). Peor aún si los protestantes paralizan, durante semanas enteras, los puertos. Ha sucedido.

Escuché hace poco decir a los voceros del Petrismo que habría que proteger las industrias textiles y de confecciones. Craso error. La primera requiere economías de escala superiores a las que ofrece el mercado interno; no puede entregarles a los confeccionistas la gama de telas que requieren, con celeridad, y en cantidades que suelen ser reducidas, para la confección de prendas de moda que, por su propia naturaleza, no es masiva.

Por eso la prosperidad de ese sector, que es, al contrario del textil, intensivo en mano de obra, fue posible dándoles libertad de importar sus insumos. Dar marcha atrás, atando su suerte a la de los textileros, les resultaría fatal.

Conviene recordar la política de desarrollo hacia adentro, uno de cuyos hitos consistió en cerrar el mercado automotriz para producir el “amigo fiel”, el único vehículo que podíamos comprar.

En homenaje a esa política industrial, la del eventual gobierno petrista podría denominarse “¡Viva el Renault Cuatro!”. Sus consecuencias serían sorprendentes. Por ejemplo, que se nos obligue a usar zapatos de cuero nacional, cuando los consumidores prefieren tenis que son baratos, cómodos y, ahora, están de moda. Igualmente, si decidiéramos prohibir la importación de leche, con seguridad vendrían represalias, entre otras contra el vestuario sofisticado y el aguacate, productos con los que mucho hemos avanzado en el mercado internacional.

Sería erróneo que cuando está en auge la demanda mundial de alimentos, Colombia, que tiene un significativo potencial de crecimiento de su sector agropecuario, insista en encerrarse.

O que no aprovechemos la posibilidad de atraer las empresas manufactureras ubicadas en China que quieren relocalizarse cerca de Estados Unidos. México y Colombia son los aspirantes para aprovechar esa gran posibilidad.

Briznas poéticas. ¡Ay! Elkin Restrepo tiene razón. No es la vejez tiempo propicio/ para el amor, / para los arrebatos del amor, / Lo que un día fue, quedó atrás: / El cuerpo elástico, suntuoso, simple…/ en un tiempo capaz/ de las más delicadas y voluptuosas empresas, / y hoy, deshecho, materia equivocada; donde acaba la vida”