Los partidarios del voto en blanco deberían primero hacer campaña por imponer el voto obligatorio, porque les resultaría mejor ‘negocio’, tanto a los que sólo buscan el lucro económico como a los que honestamente lo asumen como una opción política a impulsar. En lo económico, el artículo 28 de la Reforma Política permite ahora inscribir ante el Consejo Nacional Electoral (CNE) a comités para la promoción del voto en blanco. El resultado ha sido la proliferación de dichos comités en diversas regiones del país, alentados por el dinero que reciben por concepto de reposición de votos, puesto que el voto en blanco entra a la contienda como un candidato más. En las pasadas elecciones regionales del 2011 se inscribieron 36 grupos de ciudadanos como promotores del voto en blanco. Los casos más llamativos se dieron en Atlántico y Magdalena, donde participaron 13 tarjetones indistintamente para Gobernación, Alcaldía, Asamblea o Concejo, y a la cabeza de estos aparecieron personajes de dudosa reputación como el exalcalde de Barranquilla Bernardo Hoyos (investigado por peculados y celebración indebida de contratos), mientras que en Magdalena se inscribieron grupos de políticos derrotados en comicios anteriores, con nombres que usaban estrategias de marketing publicitario como “Despierta” o “La voz de la conciencia”. Al margen de estas expresiones –de claro tinte mercantilista- no se puede negar que el voto en blanco tiene plena justificación democrática, pues es una manifestación activa de rechazo a las opciones existentes en determinada elección. Pero en las condiciones actuales sólo juega a favor de los mismos políticos que pretende ignorar, a no ser que existiera el voto obligatorio, como se demostrará a continuación. El primer elemento a considerar es que los abstencionistas constituyen la primera fuerza política del país. Basta mirar la elección del 2010, cuando Juan Manuel Santos ganó con la más alta votación que hasta ahora ha habido por candidato alguno, 9’004.221 votos, cifra en todo caso irrisoria al constatar que a esa fecha había registrados 29’530.415 colombianos aptos para votar, de donde se advierte que el 69,5 % del Censo Electoral no votó por el presidente actual. El abstencionismo en toda elección presidencial es superior al 51 %, mientras que en elecciones regionales supera en muchos casos el 70 %, en circunstancia que hace regodear de la dicha a los políticos que triunfan en dichos comicios, pues les basta con acaparar cierta ‘clientela’ para hacerse elegir. A modo de ejemplo, para elegir a un senador como Eduardo Merlano (el de la prueba de alcoholemia, sí) se necesitaron 37.195 votos, en su gran mayoría heredados de su padre, Jairo Enrique Merlano, exsenador con un vasto poder político en Sucre y puesto preso por sus nexos con el paramilitar Rodrigo Mercado, alias "Cadena". Si asumimos esos casi 38.000 votos como el 40 % de los votantes potenciales, donde el 60 % restante corresponde a los que se abstuvieron de sufragar, tendríamos que si existiera el voto obligatorio, ese candidato habría necesitado una suma aproximada de 100.000 votos para hacerse elegir, o sea que ya no estaría compitiendo con la ‘clientela’ de otros políticos de su región, sino que debería acudir al total de personas aptas para votar. Este razonamiento opera para todo tipo de elección popular, de modo que para elegir a un concejal, diputado, alcalde, senador o gobernador no bastaría con hacerle una serie de favores a un círculo cercano de personas –que se encarga a su vez de contactar un círculo más amplio para multiplicar los favores y los votos-, sino que se le convertiría en obligación convencer a los que no están dispuestos a canjear su voto. Así las cosas, a muchos políticos no les alcanzarían la plata o los favores para comprar la simpatía de tanta gente. Una democracia es más actuante cuando se sustenta en la libertad del individuo para votar o abstenerse de hacerlo, es cierto, pero la nuestra es una democracia imperfecta (imperfectísima, para perfeccionar la idea), motivo por el cual el voto obligatorio serviría para derrotar la dañina abstención, así fuera de modo transitorio, mientras el ciudadano aprende a valorar la importancia de su voto. La gente no vota porque cree que los políticos son corruptos, pero es precisamente cuando se abstiene de votar que patrocina la elección de los corruptos, y esto se traduce en que los abstencionistas son los verdaderos idiotas útiles de la corrupción reinante. Por eso decía arriba que mientras no exista el voto obligatorio, el voto en blanco seguirá jugando a favor de los caciques políticos de turno, en la medida en que los índices de abstención se mantienen y los más perjudicados son los buenos candidatos, o sea aquellos que pretenden acceder al voto de opinión, el cual les es esquivo porque siempre termina triunfando la apatía general hacia “la política”. A los partidarios honestos del voto en blanco se les convierte entonces en imperativo impulsar primero el voto obligatorio, con el sano propósito de lograr que dejen de imponerse los votos amarrados a las maquinarias electorales. Una última consideración apunta a que si es un deber pagar los impuestos, con mayor razón debería ser obligación votar en cada elección, al menos mientras la democracia se recompone. Y al que no le gusta que lo obliguen, pues ahí tiene el voto en blanco, para que exprese su protesta. Lo cierto es que el día que el voto en blanco sea el ganador, ello ‘obligará’ a invalidar la elección y a barajar de nuevo. ¿Y... no es eso acaso lo que buscan los partidarios del voto en blanco? En Twitter: Jorgomezpinilla