Hace poco hablaba con un directivo sobre el manejo de los conflictos entre unidades o entre miembros de un equipo de dirección, muchas veces generados por los mismos sistemas de la empresa. Un ejemplo típico son los sistemas de evaluación y compensación basados en una curva forzada, pues no lo evalúan a uno por su desempeño o resultados individuales, sino en comparación con el resto del equipo. Así, imagínese que se estableciera que solo recibirán bonificación quienes queden en el 15% superior; no reciban nada quienes queden en la media; y sean amenazados o despedidos quienes se ubiquen en el 10% inferior. En casos así, a la alta dirección quizá le resulta más fácil sugerir que se viva una cultura del trabajo en equipo que lograr que efectivamente se viva, en medio de un sistema que estimula la competencia, la no colaboración y la supervivencia del más fuerte. El sistema puede inducir a conductas que no se corresponden con los valores que la organización pretende. Pero, más complejo aun, puede inducir a que surjan sentimientos altamente negativos entre los miembros del mismo equipo. Pensemos en alguien que queda en la parte baja de la curva y de pronto se ve amenazado por incompetencia, quizá por razones ajenas a su voluntad (una venta de última hora que no se dio en su caso, pero sí en la de uno de sus colegas). Le recomendamos: Dificultades para gestionar a los primeros cargos de supervisión Esa persona quizá ha cumplido sus metas, pero no al nivel del resto, y siente una mezcla de emociones que afectan su relación con su colega (impotencia, porque no podía controlar del todo lo que al final sucedió; envidia por la suerte del otro; rabia contra un sistema que no reconoce factores externos y ajenos al propio desempeño; resentimiento porque quizá él –siendo el menos bueno o el más nuevo en un grupo excelente e híper eficiente- es mucho mejor que otros que han destacado en la empresa solo porque hacen parte de grupos mediocres). Esas emociones afectan su comportamiento con sus pares, con quienes se genera una intensa animadversión, afectando la unidad del equipo que ahora el jefe debe gestionar. Así, los conflictos pueden haberse originado por la implementación de un sistema, pero su solución va mucho más lejos que arreglando el solo sistema. Pensando como jefes, es bueno percatarse de que los conflictos interpersonales pueden involucrar ambos factores: Desacuerdos sobre problemas sustantivos, inmersos en las políticas, prácticas y reglas organizacionales (como el sistema de evaluación con que nos miden), y Antagonismos interpersonales de naturaleza afectiva, como los sentimientos surgidos de las necesidades insatisfechas (como la envidia y el resentimiento), de los objetivos e intereses enfrentados (como la búsqueda de un reconocimiento o el ascenso a un cargo que otro obtiene) y los estilos incompatibles (el directivo autoritario vs el democrático). Tratándose de relaciones humanas y de las mutuas interdependencias que se generan entre las personas que conviven en un trabajo, esto es inevitable, por lo que solo queda gestionarlo. Cierto nivel de conflicto puede tener efectos positivos en la organización (por ejemplo, como fruto de un debate donde se contrastan ideas, opiniones o alternativas, o como una forma de estimular la innovación y el alcance de objetivos retadores); pero no tanto si debilita las relaciones y dañan el clima laboral como consecuencia de una mala gestión. No se pierda: Los incentivos como herramientas de comunicación Un directivo temeroso de perder el control, que no está dispuesto a desgastarse políticamente ni a sacrificar la posición cómoda que supone evadir los problemas, puede terminar por callar o esconder algo que debe ser enfrentado con un nivel prudente de valentía y apertura. Cuando uno no lo gestiona, el conflicto puede escalarse, debido a que tiene una naturaleza cíclica (periódicamente da señas de estar latente, aunque no sea del todo manifiesto) y dinámica (se modifica o evoluciona en gravedad y naturaleza, pues lo que comienza, por ejemplo, como un conflicto sustantivo alrededor de una política, va generando rivalidades emocionales que a su vez pueden generar otros problemas sustantivos). Dada la necesidad de no pasarlos por alto, un directivo debe manejarlo hábilmente. Volviendo a nuestro ejemplo, el jefe puede aprovechar las reuniones con su equipo para: Reconocer e identificar las expresiones directas o indirectas de resentimiento, como la persona que suelta indirectas o sarcasmos, el que está callado o distraído, el que levanta la voz sin necesidad, el que da señas de intranquilidad, o el que repentinamente se ha marginado de la discusión a pesar de haber participado vivamente en sus inicios. Dar espacios deliberados para que la gente comience a expresar sus desacuerdos (evitando asumir una postura de rechazo y descalificación o muestras de querer silenciarlo). Esto es particularmente importante en grupos que llevan mucho tiempo aislados o a quienes se les ha separado del proceso de toma de decisiones, pues probablemente tienen la necesidad de hacer sentar su posición frente a los temas que los han afectado; Esforzase por entender lo que están tratando de decirle, sin juzgar ni poner barreras (por ejemplo, resumiendo con claridad y brevemente lo que ha entendido, para que se evidencie que ha escuchado de forma efectiva e interpretado correctamente las intenciones de sus interlocutores).
Al final, es importante controlar y encausar el conflicto para que no se desborde y buscar resolverlo, comenzando por eliminar las causas para que no se repita. En nuestro ejemplo, poco podrá hacer el jefe si solo se concentra en el tema emocional y no resuelve la forma como afecta al grupo la evaluación del desempeño que se ha elegido. Tampoco podrá superarlo si arregla la evaluación, pero no ayuda a limar las asperezas que generó su implementación. Por eso hay que ver la gestión de conflictos como un proceso de toma de decisiones y no como un tribunal donde se está buscando al culpable. Le recomendamos: Lealtad, ¿a quién?