Hace poco preguntó alguien en redes si un empresario era más inteligente que un profesor de universidad. No toda pregunta es santa, y menos lo es la complejidad de intenciones y realidades que desconoce quien la formula. Las respuestas, representativas o no, fueron bárbaras. Mientras uno se esfuerza y crea empleo, la otra o el otro solo hablan. Mientras este se mata trabajando, el otro critica. ¡Profesores Charlatanes! Y así sucesivamente. Lo curioso es que el término inteligencia accionó el debate, que al final puso en evidencia un ya conocido desprecio por los docentes.
Pero también tenemos la culpa nosotros. No todos quizá, pero digamos la verdad: hay mucha mediocridad, mucha pereza, muchas ganas de no transformarse, mucho letargo intelectual que se excusa cómodamente en algo real: el triunfo del discurso de la educación sobre la realidad de un sistema que entregue calidad en todos los niveles. Pero decir que todo “es culpa del Estado” y luego andar por la vida en la indiferencia que se vuelve contumacia no aporta mucho. Hay quienes creen que sindicalizando a los que imparten, dictan, transfieren, imitan, o crean clases van a lograr algo diferente a destruir la reputación de los profesores. Parecieran clubes de mutua consolación que se refugian en su nostalgia ideológica y no en el porvenir de sus estudiantes, a menos que los puedan acomodar en sus discursos. Esas prácticas se distancian fuertemente de la inspiración y la oportunidad de interactuar desde la ciencia y el humanismo. No hay algo más maravilloso en clase que explicar con balance y ponderación la teoría de alguien con el/la que uno no necesariamente comulga, para que sean los estudiantes los que construyan sus opiniones desde el criterio que algunos profesores no los dejan forjar. Me parece ideal que un profesor de psicología, que no acepte el psicoanálisis, igual le dedique su fascinación a hablar de Freud desde todos los ángulos. Yo no creo mucho en las ideas de Piketty, pero es esencial que los estudiantes de economía conozcan su trabajo, para quererlo, criticarlo o simplemente recordarlo. De lo contrario, nos volvemos todos distribuidores de opiniones infundadas y controladoras tipo influencer. Recuerdo cuando le preguntaron al padre Francis, rector (QEPD) del Colegio San Carlos, sobre sus egresados más exitosos. No sé si el periodista estaba esperando una lista de grandes cargos, salarios y aviones, pero el padre Francis, que nos inspiró a muchos, simplemente le dijo que varios cientos de egresados eran profesores. ¿Cuánto valemos entonces los profesores universitarios? Si indoctrinamos, no valemos la pena. Si nuestro rol poco vale en la sociedad, ese será un ingrediente para no avanzar. El desprecio por el profesor a veces puede estar asociado con el rechazo mismo por la ciencia. Si no vale un maestro lo suficiente para tener algo de respeto de sus estudiantes, que la sociedad se siga valiendo de sus errores para frenarse. Si no valemos lo suficiente para un salario adecuado, el problema no es que no nos “quieran”, sino que el mercado toma caminos que la universidad pública y la privada tampoco pueden ignorar. Eso debe ser un llamado a reinventarnos. Si reflexionamos sobre nuestro valor, es decir lo que aportamos y, a la vez, sobre la valentía que existe en escoger un camino de educación vitalicia, atacada por el desprecio pero premiada en las grandes victorias en las historias de los estudiantes y, en algo llamado felicidad, podremos estar seguros de que valemos tanto como todos sus logros juntos. Pero para ello, no se puede ser profesor sin querer inspirar y transformar. En su Política, Aristóteles trazaba los principios de la vocación, sosteniendo que podemos ser buenos por naturaleza, por costumbre, o por enseñar, y que esto viene de causas que trascienden nuestra voluntad. Ser bueno implicaba para él alcanzar esa virtud de la que tanto hablaron los griegos en la antigüedad. Es esa la virtud que debe hacernos pensar que precisamente por lo que valemos para la sociedad, no podemos quedarnos quietos ni refugiados en la información. No soy un promotor de Karl Marx, pero en su tesis nr.11 sobre Feuerbach dijo algo que nunca perderá relevancia. Los filósofos no han hecho cosa distinta a interpretar el mundo, pero al final se trata es de transformarlo. En Colombia hay más de 200.000 profesores universitarios, incluyendo el enorme grupo de los de cátedra, que están en varios escenarios a la vez. También estos profesores tienen, no la obligación, sino la vocación de inspirar. No valorar a los profesores, viéndonos como “fracasados”, como tanto lo he visto, es hacerles una guerra silenciosa a las bases de una sociedad. En una entrevista, Chomsky, con el que no siempre estoy de acuerdo, dijo que en EE.UU el profesor estaba al mismo nivel del mecánico. Claro mensaje sobre la igualdad. Pero en países como Colombia, Perú y México, al mecánico lo desprecian mientras lo necesitan, y al profesor lo subestiman, pero se lo aguantan. Una encuesta en España mostró que, de 3500 profesores encuestados, el 95% está orgulloso de ser docente, pero solo el 20% cree que la sociedad valora lo que hacen. Es un fenómeno extendido que exige muchas reflexiones, una lucha frontal contra la mediocridad y más oídos en la opinión pública sobre lo que hacen los profesores.
Celebro que algunos medios de comunicación valoren a los profesores, dando espacio para la explicación y la opinión. Pero el valor del profesor tiene que cultivarse desde la familia y desde el trabajo que hacemos. Decepcionar estudiantes por mediocres gestos es un costo que se multiplica y pasa la cuenta colectivamente. Me gusta pensar en la frase de una estudiante de EE.UU, que, dirigiéndose a sus compañeros de universidad, escribió: “No subestimes a tus profesores. Cuando encuentres uno(a) que te inspire e intrigue, podrá ser una de las personas más influyentes de tu vida”.