En 2018 mi vecino para entonces y excompañero de colegio me pidió el aventón a Bogotá desde La Calera. Hacía poco había vendido su empresa y empezaba a organizarse para irse a vivir al exterior, pensando en hacer viajes a Colombia asesorando a europeos invirtiendo en el país. El tema obligado del recorrido fue cómo veíamos cada uno el país. Empecé yo quejándome con realismo de que el país luchaba por crecer al menos 3% y que eso era un 35% más despacio que en la última década. Lo peor, decía yo, es que “pintaba ser la nueva normalidad”. Él asentía a mi idea, un desempeño bastante malo, pero hizo una reflexión: “tampoco es el fin del mundo, entre otras porque esa es la realidad que hemos vivido desde los años 80 y, pues lento, pero, ahí va el país y no nos ha ido tan mal”. Y como metáfora de los absurdos de los que uno termina siendo testigo, me dijo: “mire esta vía, el tiempo y el monto de dinero que se gastaron para ampliarla en cada carril, pero dejándola igual de un carril en cada sentido. Y vea que toda tiene doble línea y está prohibido adelantar. Vaya usted a ver, casi toda tiene límite de velocidad de 30 kilómetros por hora. Esto es este país”. Lea también: El populismo colombiano Nos despedimos y quedé con un fresquillo porque lo nuevamente malo era igual de malo a lo de siempre y su ejemplo me sirvió para quedarme con la noción de que la velocidad a la que vamos es premeditadamente aquella con la que estamos cómodos. Pero luego, en el chat de excompañeros de la universidad, tras las elecciones en Estados Unidos, varios de los que viven afuera comentaron lo que han aprendido del extendido y arraigado sistema racista en Estados Unidos y lo comparaban con el sistema clasista que existe en nuestro país. La decepción de muchos era reconocer que la declaración de independencia de los Estados Unidos no era cierta, no todos los hombres fueron creados iguales, y hacían eco de ello al aceptar que aquí sobreviven estructuras de castas que se expresan incluso en el sentido de superioridad y arribismo de “usted no sabe quién soy yo”. Mis excompañeros mencionaban que, en varios países, una persona que nace en una familia de bajos ingresos requiere unas 3 o 4 generaciones para ingresar a la clase media y en Colombia tarda 11 generaciones. Toda una vida, según los estudios de la Ocde. Y no hay meritocracia que valga para ese desenlace. Entonces recordé que para lograr una cifra similar a la de los países donde se requieren menos generaciones, Colombia debía crecer a 7% anual y que ese fuera su nuevo normal. De allí concluí, recordando a mi exvecino, que a veces uno no puede diferenciar el optimismo del conformismo. Semanas antes había empezado a rondar en mi mente esta columna, tras el viaje que hice por tierra desde Bogotá a Cartagena por la famosa Ruta del Sol. El proyecto empezó en 1997 y hoy, de más de 1.000 kilómetros, el país lleva unos 270 kilómetros en doble calzada. Un recorrido donde hay un peaje cada menos de 100 kilómetros; las dobles calzadas, donde las hay, están repletas de cámaras vigilando el límite de 80 kilómetros por hora y en la cual existen extensos tramos con megainversiones que se están desvaneciendo por la maleza y el olvido. Semejante elefante blanco sirve para recordar por largas horas qué nos deja nuestro conformismo. Lea también: La reconstrucción Lo menos esperanzador es que lo más cercano al extremo oriente es el extremo occidente. En la polarización del país, ninguno de los extremos tiene realmente un propósito de generar semejante movilidad social. Las posturas de la extrema izquierda alimentan un discurso de lucha de clases sin agenda productiva, sin una vocación de expansión y fortalecimiento en la generación de riqueza. Su postulado progresista es tan falso como el de quienes creen que la política social es gasto asistencialista. Para crecer a 7% o más, habría que liberar fuerzas productivas que afectarían el statu quo. Un cambio que para muchos es una aventura que genera demasiados riesgos.