Colombia está plagada de cosas innecesarias, pero su secreto yace en que algunas personas nos venden lo innecesario como algo legítimo, ojalá complejo, jurídico, tradicional y enredado, para justificar su estéril contribución al planeta. Y así, pasa la vida con velocidad. Expresémoslo de manera más tajante: algunos se benefician por enredar y complejizar la realidad innecesariamente. Estamos ante la institucionalización del ‘gadejo’ (aka. ganas de joder) gracias a la obsesiva e inconsciente búsqueda de identidad y de sentido en la vida, profesional o personal. Algunos ciudadanos contribuyen a esta sociedad creando unos informes y documentos que casi nadie se lee y, que a casi nadie le interesan (a menos que les sirva políticamente), en vez de usar sus energías en el pragmatismo responsable que no olvida lo social. La vida es realmente corta. Si tomamos la media mundial del 2015, 71 años, y la contrastamos con los años que han pasado desde la unificación del Alto y Bajo Egipto en el siglo 32 A.C, nuestro lapso de vida no es ni el 1.5% de este periodo de más de 5000 años. Lo curioso es que inconscientemente, en nuestro(s) pacto(s) sociales, hemos creado un culto a la pérdida de tiempo. Quizá sea un tema del caos, de la falta de coordinación, o bien, de la persecución de glorias personales con altos costos colectivos.

Recuerdo la historia de un compañero que me contó que, al ver una propuesta de marca, sentía que tenía que decir algo para que no pensaran mal de él. “si me quedaba callado, pensarían que no aporto nada, entonces preferí decir que no me gustaba, que había que cambiar todo”. Ahora imaginen, o recuerden mejor, que es el Estado colombiano, sistemática y quizá inconscientemente el que promueve esto en sus propios enredos absurdos, apoyado en las estructuras coloniales y las diatribas de Santander.   Colombia es una mediocracia discursiva y jurídica, en donde aquellos que hablan y hablan pesan más que aquellos que hacen y hacen; una en la que cuanto más enredamos las cosas, más impresionantes y dignas de admiración parecen. A algunas personas les pagan por enredar la realidad, a otras las regañan por resolver, y a otras, las persiguen por proponer. El expresionista alemán Hans Hofmann dijo alguna vez que la habilidad de simplificar implicaba eliminar lo innecesario, para dejar hablar a lo necesario. En nuestro país no estamos dejando hablar lo necesario; preferimos cubrirlo de complejidades. Es innecesario que el Congreso pierda horas escuchando inhabilidades. Es innecesario hacerle placas a quien no las merece. Es innecesario tener marcas de gobierno para fomentar egos. Es innecesario usar entes de control como armas políticas. Era innecesario promover la Ley 48 de 1920, que hablaba de no dejar entrar elementos inconvenientes por sus condiciones raciales. También es innecesario tener campañas políticas basadas en todo menos en el progreso de una ciudad. Y, sin embargo, pasa. ¿Por qué?

Lo innecesario para una sociedad puede ser justamente lo necesario para que un individuo se imponga contra ella. Miren el caso del ego de Boris Johnson y su catapulta política llamada Brexit, ‘cueste lo que cueste’. Temas como la corrupción deben ser entendidos y estudiados desde las estructuras de incentivos y no desde los discursos baratos que le dan empleo a más de un mediocre y visibilidad a más de un oportunista. La falla de una sociedad está en no coordinarse para así evitar que lo innecesario triunfe. El desgaste del Estado produciendo conceptos, actos administrativos y cientos de miles de documentos que muy pocas personas leen – y no es por su macabra ortografía -, sirve para perpetuar barahúndas jurídicas que realmente esconden un Estado extremadamente mediocre en el fondo, pero brillante en las formas. Y, ¿qué demanda este Estado? Más formalismos para autoperpetuarse.  Qué lástima que parte de los cientos de miles de páginas de guías, políticas de papel, fallos, indagaciones politizadas e informes estériles, que sirven para que alguien crea que está trabajando por la sociedad, no hubieran sido utilizadas para imprimir obras literarias, descripciones de solicitudes de patentes, tratados sobre transformación productiva e ingeniería civil. No pido que el Estado deje de funcionar, pero sí que se simplifique y se enfoque en el fondo de las cosas. Tito Livio, en su octavo libro de la Historia Romana, nos cuenta como la vestal Minucia, fue denunciada por un caprichoso ante los todopoderosos pontífices, luego juzgada y enterrada viva gracias a un decreto de unos viejos que tenían que mantener unas tradiciones. Y así, viajando por el mundo, nos damos cuenta de cuánta estupidez el ser humano ha integrado en las leyes. En Francia es ilegal ponerle Napoleón a un cerdo. En Colombia, creemos que la gestión de un Congresista se mide por el número de leyes que promueve, sin pensar que quizá ahí esté el problema. No confiemos mucho en esas entidades que sacan pecho con unos resultados impactantes en sus cifras. El aporte real lo hacen los que menos vitorean.  

Por eso, la solución no es solo la educación, sino el arte de no dejarla ensuciar de discursos, manipulaciones e intenciones que apelan a lo necesario para el ego de una persona, olvidando lo que pide a gritos su entorno. Tan fácil es decir que vamos a crear 250.000 cupos sin siquiera entender lo que esto implica, cuesta y arriesga. Si no nos educamos en un pragmatismo responsable, valores, veeduría ciudadana y tecnología aplicada a la eficiencia estatal y organizacional, seguiremos siendo el país de los tinterillos. Por eso, en sus empresas, en la familia y en sus círculos sociales, apoyen lo práctico sin olvidar lo ético. No apoyemos el enredo. De lo contrario, así se nos irá la vida, eso mismo que dijimos que queríamos disfrutar tanto.