Imaginen que van en su carro y no quieren hacer una fila para desembocar sobre una avenida. Habilidosamente, hacen de avivatos e invaden el carril contrario para llegar de primeros. Luego llegan a una comida con amigos y dicen “es que el país está muy mal, ¿cuándo va a cambiar?”. Eso es criticar por encima, violar reglas y no entrar a cambiar los obstáculos concretos que nos frenan tanto. Ejemplos así hay miles. Hablemos de un problema específico del sector público, escondido y no por ello irrelevante; uno que genera desincentivos a la buena gestión; uno que se pierde en la maraña de normas que sirven de espadas para combates discursivos absurdos. Hablemos del terror que significa para un funcionario público constituir una reserva presupuestal. Hablemos de cómo el sistema empuja a la burocracia a gastar por gastar en la práctica. Si tuviéramos una filosofía de gasto distinta en nuestro ADN público, no tendríamos que asustar inversionistas cada 22 meses con reformas tributarias. No tendríamos que seguir diciéndole a la comunidad que nos gusta cambiar las reglas en un curioso dinamismo que tiene matices más políticos que lógicos. ¿Cómo es el tema de las reservas presupuestales? Simplifiquemos en la esencia, como lo haría Bertrand Russell. Antes del 2003 (sí, otra Ley, la 819), una entidad que no alcanzaba a ejecutar todo su presupuesto en un año, constituía uno en paralelo para terminar la ejecución. Después de esta Ley, los compromisos se volvieron algo excepcional, tolerado pero muy mal visto. Estas reservas “de apropiación” son una excepción al principio de anualidad, permitiendo en teoría que se guarde parte del presupuesto por un compromiso que ya adquirió una entidad para terminar de ejecutarlo. Pero aquí empieza el problema: pobres aquellos que constituyan reservas. La teoría es maravillosa; todo está previsto, pero la práctica la obnubila. Le puede interesar: No rendirse ante la adversidad: lecciones de vida de Magallanes en los ojos de Stefan Zweig La teoría le dice a uno que, en vez de constituir reservas, solicite vigencias futuras. Pero la realidad es muy distinta. La burocracia, el lobby y las molestias que se deben generar para que se aprueben vigencias futuras hunden un sinnúmero de proyectos desde su inicio. Entonces, los funcionarios no quieren desgastarse en las vigencias futuras, a menos que sea una gran prioridad de un plan de desarrollo, y por el otro lado, no quieren exponerse a la maraña del macabro control que busca, con hambre, mostrar cualquier resultado así haya que sancionar personas capaces. La consecuencia termina siendo una extraña presión, una carrera presupuestal que empuja a gastar (“ejecutar”) lo más rápido posible. La teoría nos dice que el principio de anualidad permite disciplina, y está bien, porque el otro extremo es que no se haga nada, pero mi advertencia es sobre una cultura de gastos innecesarios y rápidos que recorre la filosofía de nuestro sector público. Una entidad que no construye un hospital por negligencia es igual de irresponsable que una que se gasta el dinero en cosas rápidas para quedar bien en el ranking de ejecución. Todo extremo es malo y mi argumento es que no tenemos un equilibrio. Las entidades se van comparando periódicamente para ver cuál ha ejecutado más rápido. Pobres los del último lugar. “Gastar por gastar” se puede traducir noblemente como “ejecutar el 100% del presupuesto asap”. Claro que hay que ejecutar, pero no gastando en una carrera sin visión de largo plazo. Esto es como darles a sus hijos la mesada y castigarlos por llegar a la casa sin habérselo gastado todo. El niño con sentido común y visión podría decir: “papá, no me gasté todo porque en vez de comerme todo en empanadas, preferí guardar una parte para invitarlos a comer”. Ustedes, siguiendo la norma, sancionan al muchacho y le dicen que más le vale que se coma todo, como sus compañeros gordos que han logrado ejecutar al 100% a esas pobres empanadas. Y, que no se le ocurra al muchacho guardar para aspirar a algo más fino y saludable, porque debe seguir la norma. Le sugerimos: Reducción del Estado colombiano: reflexiones para un mejor 2019 En la práctica, tanto terror, tanta mentalidad punitiva basada en la teoría está frenando al país, empujando a los gobiernos a buscar más dinero para gastar más, priorizando menos. Esto se dio en Colombia porque nos acostumbramos al otro extremo de no hacer nada o no ejecutar. Pero no podemos basar la gestión en extremos. “Como aquí hace mucho frío y no me gusta, entonces que la temperatura suba hasta quemarnos”. Todo esto lo resolveríamos si tuviéramos el sentido común por encima de las oportunistas interpretaciones de normas y más normas. Recuerdo como en algún momento se hundió un increíble proyecto de innovación que habría transformado lo que hay en industria aeroespacial en Bogotá, todo por “temas jurídicos” absurdos y por el miedo a solicitar vigencias futuras. Bogotá no pudo comprometerse en un proyecto de largo aliento porque tenía que ejecutarlo todo en un año, pero el largo plazo no perdona esa idiosincrasia. ¿Cómo hacemos para inculcar el sentido común y el bien común como principios generales en el sector público? Esto afecta sin duda a los que no tienen nada que ver con el sector público, porque terminan pagando literalmente por un Estado encapsulado en formalismos y no inspirado en transformación. ¿Será que tantos foros en los que están nuestros funcionarios públicos nos servirán para cambiar esta mentalidad? ¿Necesitamos otra Ley para cambiar la mentalidad? ¿Cuándo entenderemos que es mejor mirar a un horizonte apolítico de largo plazo y no hacia el cortoplacismo que nos ahoga? Es hora de mirar caso por caso, sin satanizar a los funcionarios que constituyen reservas con buenos argumentos de proyectos de impacto. Hay que pensar más preventiva y menos punitivamente. Quizá así logremos algún día tener un Estado, como el de EE.UU, que pueda enorgullecerse de haber creado las bases del internet y de la tecnología con la que leen este artículo en sus celulares. Lea también: Bucaramanga, otra próspera ciudad que no se salva de las inútiles marcas de gobierno