Algunas investigaciones muestran cómo el comportamiento ético cae con frecuencia por causa de nuestros “puntos ciegos”, es decir, hacer cosas erróneas sin darnos cuenta de que está mal o hacernos los ciegos frente a las malas actuaciones de otros por temor a la forma como puede afectarnos. Muchas veces somos inducidos a actuar de esta forma como consecuencia de los incentivos, las estructuras y la cultura de la organización o del sector donde compite la empresa. Dos profesores de Harvard y Notre Dame, Max Bazerman y Ann Tenbrunsel, lo analizaron en el contexto de las brechas existentes entre lo que la gente sabe que debería hacer y lo que realmente quiere y hace. No es porque las personas no sepan que algo no se está haciendo bien, ni siquiera porque les falte una advertencia sobre lo que puede suceder, sino porque creen que su decisión es correcta en función de un cierto interés momentáneo y de corto plazo (como parar una discusión que se torna agria o alcanzar un objetivo para el que lo están presionando). Para Bazerman, muchas de las acciones incorrectas se dan sin que la persona se percate de que está haciendo algo mal (los puntos ciegos), a veces porque se soportan en un prejuicio muy arraigado (como sucede con quienes discriminan en una contratación por temas raciales o por clasismo), o porque actúan sin percatarse de que están afectados por un conflicto de interés (ser juez y parte en una decisión), o porque favorecen injustamente a un cierto grupo con el que están afectivamente relacionados (por ejemplo los vínculos con una comunidad de graduados o una cierta colonia).
Asimismo, los autores hablan de una cierta ceguera motivacional detrás de los dilemas morales, cuando preferimos ignorar las acciones no éticas de los demás si van contra nuestros propios intereses (como el auditor que no le cuestiona las malas prácticas a quien lo contrata, al estilo de lo que le optaron por hacer las firmas de auditoría en la crisis de Enron o las calificadoras de riesgo en la crisis subprime). Por supuesto, muchas investigaciones han evidenciado mecanismos para evitar la tentación de actuar equivocadamente por falta de voluntad momentánea. Una visión de más largo plazo se logra aprendiendo a aplazar y dificultar la gratificación o el gozo de corto plazo (como sucede con quien desea ahorrar y –en lugar de meter el dinero en la cuenta de ahorros- lo invierte en un CDT a 90 días para no gastarse el dinero por una compra de impulso); o haciendo costoso el no cumplimiento (como cuando uno gasta dinero en el entrenador personal del gimnasio, para evitar quedarse en la casa durmiendo en lugar de hacer ejercicio); o comprometiéndose en público frente a alguien que le merece autoridad y respeto (sean los hijos, la familia o todo el equipo de trabajo). Sin embargo, el problema es más difícil cuando la mala acción la hemos convertido en hábito. Hannah Arendt, la filósofa alemana de origen judío, escribió sobre esto en 1961, luego de presenciar el juicio a Adolf Eichmann, el criminal de guerra nazi atrapado en Argentina, juzgado y ejecutado en Israel por crímenes contra la humanidad. Arendt habló entonces de “la banalidad del mal”: “lo más grave, era precisamente que hubo muchos hombres como Eichmann (…), que no fueron pervertidos, ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales (…), un nuevo tipo de delincuente que comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”. Así, a pesar de haber asesinado a 6 millones de personas en campos de concentración, no era un loco que odiaba a nadie, sino básicamente un burócrata que “obedecía órdenes superiores” sin cuestionarlas, por lo cual no se sentía culpable.
En el mundo de la empresa, por ejemplo, hay ciertas industrias que terminan promoviendo malas prácticas recurrentes, a fuerza de ignorarlas o racionalizarlas, y se justifican por una conveniencia de corto plazo o usando “vacíos legales” como argumento de defensa, aunque muchas veces se trate de vacíos promovidos por ellos mismos. Moverse consistentemente en el filo de la navaja es lo que mantiene a muchas empresas inmersas en conflictos de interés que nunca se resuelven. Pero ignorar u ocultar los datos, en lugar de afrontarlos, solo contribuye a mantener esas malas prácticas y arraigarlas en la cultura de toda una empresa o de toda una industria. ¿Qué datos lo ayudarían a darse cuenta de que esta situación lo está afectando? Por ejemplo, cuántas veces la empresa debió recurrir a sobornos para ganar licitaciones, cuántas mujeres terminan siendo efectivamente nombradas en cargos de alta dirección en la empresa, cuántas personas han sido promovidas a altos cargos por sus resultados e ignorando su comportamiento y su trato hacia los demás, etc. Las empresas no siempre se toman en serio lo que dicen en sus propios códigos de conducta, pues parecen más escritos para la tribuna que para guiar sus propias actuaciones frente a las decisiones ordinarias. Desde Enron hasta InterBolsa tenían códigos de conducta aparentemente muy detallados, sin que por ello se vivieran esos principios en la forma como hacían negocios. Hace unos años le sucedió a Cigna, una aseguradora de salud norteamericana. Mientras contaba con principios de comportamiento que expresamente requerían a sus empleados “atenerse a las regulaciones y actuar con integridad total”, lo usaría para defenderse en la Corte sobre por qué negaban regularmente a los pacientes ciertos tratamientos y medicinas aprobadas por los planes de salud del Gobierno, a pesar de numerosas advertencias y notificaciones de las autoridades. Pero un panel de jueces afirmó que muchos de esos principios registrados en su código de conducta consistían en un “autobombo” y generalidades para quedar bien ante el público, más que una herramienta para tomarse literalmente en sus prácticas de negocios. Eugene Soltes, profesor de Harvard, lleva años estudiando el tema de por qué ciertos individuos cometen fraude en sus empresas y señala cómo muchos de sus colegas lo notan, pero menos de la mitad lo reportan, a pesar de que el código de conducta diga expresamente que es su deber notificar las violaciones por parte de cualquiera. Así, uno comete un fraude y otros conscientemente omiten denunciarlo. Las empresas que educan a sus empleados en temas legales relevantes y cuentan con programas adecuados de compliance para prevenir fraudes y abusos logran reducir los riesgos de demandas hasta en un 95%. Esto sirve también para evitar riesgos reputacionales surgidos de las acciones de los mismos empleados que pueden afectar la marca, sea por desconocimiento de las normas o por ingenuidad e imprudencia, especialmente cuando se asume que todo el mundo tiene claro qué dice y qué implicaciones hay detrás de un código de 30 o 40 páginas sobre valores y reglas que no necesariamente asocian con su trabajo ordinario. ¿Dónde encuentra uno respuestas a todos los dilemas éticos que afectan las pequeñas decisiones que tomamos en el trabajo?
Las empresas necesitan guías más prácticas, concretas y adaptables para sus problemas del día a día, en lugar de un sinfín de recomendaciones genéricas, ambiguas y estáticas, lejanas del contexto laboral y personal de sus colaboradores. Al final se trata de tener una buena herramienta para aprender y aplicar, para crear una cultura sana y para ayudar a pensar cuando haya dudas, más que un documento para defenderse en una corte en caso de necesidad.