La forma como se relacionan el mercado y el Estado es central para el buen funcionamiento de cualquier economía. Pero el bienestar de la gente depende además de que haya comunidades vigorosas, que generen sentido de identidad y den apoyo a sus miembros cuando lo necesitan. Una comunidad es un grupo social cuyos miembros residen en una localidad específica, comparten el gobierno del lugar y tienen un patrimonio cultural común. En los vecindarios de las ciudades o en los pequeños municipios rurales que funcionan de verdad como comunidades, las familias extendidas, los amigos y los vecinos son la red de apoyo para criar a los hijos, para salir de un apuro económico, para resolver un conflicto e, incluso, para hacerle una ampliación a la casa. También es allí donde cada uno tiene una parte importante de su identidad, que le ayuda a afianzar sus valores y a desempeñarse en otros medios. La comunidad es el refugio.

En nuestras ciudades, las comunidades han tendido a desaparecer. Los niños no juegan en las calles, las familias no se encuentran en el parque ni en el restaurante del barrio y nadie goza del reconocimiento suficiente para ser aceptado como líder comunitario. Hay excepciones que dicen mucho: en las comunas populares de Medellín hay un fuerte sentido comunitario, que surgió de la necesidad de organizarse para sobrevivir y que después ha dado lugar a todo tipo de proyectos colectivos, incluyendo el cuidado de las zonas públicas y la reconstrucción de la memoria colectiva. En el libro El tercer pilar, el académico Raghuram Rajan, quien conoce tan bien a la India como a Estados Unidos –las dos democracias más grandes del mundo– argumenta en forma convincente que las comunidades son esenciales para el buen funcionamiento de la democracia. También lo son el mercado y el Estado, pero debe haber un balance entre los tres. Si el mercado es muy fuerte en relación con las comunidades y con el Estado, la sociedad se vuelve inequitativa e injusta. Es el caso de Colombia. Si, en cambio, el Estado es muy fuerte en relación con el mercado y con las comunidades, se tiende al autoritarismo. El caso de China, e incluso el de Venezuela. Las clases altas pueden funcionar bastante bien sin la necesidad de la comunidad. Tienen el dinero para comprar los servicios de educación de los niños y el cuidado de los viejos o enfermos. Pueden mantener una vida social activa encerradas en sus conjuntos residenciales, sus clubes o sus fincas. Y tienen el acceso al poder para proteger sus intereses económicos y su seguridad social. Las clases medias y los pobres no cuentan con nada de esto. Y el Estado nunca va a tener la capacidad de brindarles todo lo que necesitan. El resultado de estas deficiencias es la frustración y la rabia, que son una amenaza para la democracia. La pregunta que el libro de Rajan deja abierta es qué puede hacerse para fortalecer las comunidades en ciudades como las nuestras, donde nunca han existido o han desaparecido los puntos focales de encuentros espontáneos entre los vecinos, como la guardería, la escuela, el centro deportivo, el parque y la plaza de mercado. Sin encuentros espontáneos es difícil descubrir los parecidos y las diferencias con los otros, generar empatías y desarrollar el sentido de la solidaridad. Peor aún, en nuestras ciudades los tiempos perdidos transportándose o haciendo trámites rodeados de desconocidos anónimos e ignorados aíslan a la mayoría de la gente de sus vecinos y amigos e, incluso, de sus propias familias.

Los nuevos alcaldes y sus Concejos deberían pensar en el rol que pueden jugar las comunidades en la solución de los principales problemas de sus ciudades, como son la falta de movilidad, la inestabilidad laboral, la desprotección social, la inseguridad y el deterioro del medio ambiente. Los concejales deben servir de enlace entre las administraciones locales y los vecindarios. Si las administraciones locales ignoran a las comunidades, no podrán apoyarse en ellas para responder a las necesidades y aspiraciones de las clases medias y bajas.